miércoles, febrero 06, 2013

Janneth Méndez - RED /Proceso, Cuenca













La Red y su presa


Cuando alguien se corta el pelo corta al mismo tiempo la oscuridad, los hilos de la sombra.
RAFAEL COURTOISIE


Ya sea cuando elabora constelaciones o figuras geométricas de raigambre minimalista (líneas, círculos, espirales), o bien cuando forja sus vastas y espléndidas tramas de cabellos, Janneth Méndez opera como las arañas cuando tejen sus telas, esto es, urde una malla para cercar a su presa, y esa presa no es otra que la muerte. La finalidad alimenticia que impulsa la labor de la araña, en Méndez se convierte en un hecho no menos capital: sus tramas son una trampa contra la muerte, una manera de capturarla para conjurarla y trascenderla; una estrategia de sobrevivencia.
 De un punto a otro del espacio plástico o museográfico, con frecuencia Méndez no hace otra cosa que procurar un nuevo, secreto lazo umbilical, tender puentes que le permitan una reconexión simbólica con el cuerpo materno ausente; sostener, en definitiva, un vínculo y diálogo imaginarios con el fantasma de la madre. Pero se trata siempre de un viaje de ida y vuelta: en su obra todo retorno al espectro fundante –a la matriz–, cada reterritorialización importa también una desterritorialización, la liberación de ese espectro. Confeccionada a lo largo de dos años en croché, a semejanza de una gigantesca telaraña, de una intricada mandala, su laboriosa y primorosa Red no escapa a este diseño, a este designio. Estructura trasparente y ambivalente, concentra luz porque libera sombras.
Un ilustre linaje mitológico y cultural enlaza la labor del tejido y el cabello con la idea de la muerte. Las Moiras (las Parcas en latín) eran un trío de hilanderas que tejían a su antojo el destino de los hombres, y una de ellas, Átropo (la Inexorable), llevaba las funestas tijeras que cortaban ese hilo en el momento que consideraba oportuno. Durante tres años, lo que teje Penélope cada día para destejer en las noches es ni más ni menos que una mortaja para el anciano Laertes; de modo que si por un lado aplazaba la decisión de elegir entre los pretendientes que habían invadido el palacio de Odiseo, por otro, deshacer la mortaja suponía una negación implícita de la muerte. Más cercanos de nosotros, y más conocidos, son los episodios de María –la popular novela de Jorge Isaacs– donde la joven protagonista conserva en un “guardapelo” retazos del cabello de su amado Efraín y de su madre difunta, y en víspera de su temprano deceso solicita que una vez que éste se cumpla, le corten un mechón de su hermosa cabellera para que se lo entreguen a Efraín, quien se halla ausente. Esos retazos de pelo, preservados y adorados como fetiches, ofrendas o exvotos salvan la memoria de lo perdido, nombran metafóricamente una carencia, una ausencia, y en última  instancia lo innombrable. Así, en un perpetuo juego de alusión y elusión de la muerte, los textos plásticos de Méndez                     –esculturas capilares– emiten signos vitales, amorosos y eróticos, son los fragmentos de un discurso afectivo, una larga oración (en sentido gramatical y religioso) siempre recomenzada, un espacio propicio a la meditación como un mantra hecho con un reducido número de sílabas y palabras, los poderosos significantes (pelos y fluidos orgánicos) con los que ha construido y acotado su mundo.



Cristóbal Zapata