Ecuador: “la vida en estado puro”
Una curaduría de Rodolfo Kronfle Chambers
Museo del Barrio - The (S) Files
Una curaduría de Rodolfo Kronfle Chambers
Museo del Barrio - The (S) Files
Nueva York - julio 25 a enero 6 del 2008
Considerando el interés del Museo del Barrio por echar un vistazo que permita tomarle el pulso a la actividad artística ecuatoriana, este puñado de obras procurará generar un diálogo que parta de un entendimiento más amplio del género del paisaje tradicional. En estos trabajos el paisaje será enfocado como un telón de fondo que ayude a situar un conjunto de condiciones propias del contexto. Se busca así propiciar una generación de múltiples sentidos que se conviertan en herramienta de conocimiento, no solo de la escena de arte local, sino del país y su gente.
El título de este ensayo se deriva del slogan oficial de la campaña promocional del Ecuador, cuya imagen turística se centra en el paisaje. Al igual que en iniciativas similares de otros países de Latinoamérica, de este mercadeo del país como un destino atractivo se desprenden imaginarios dominados por una magnificente y prodigiosa naturaleza, en la cual conviven pulcros y amables representantes de las etnias que la habitan.
Una emergente generación de artistas ha venido redisponiendo estas idílicas imágenes del mundo compartido para configurar otras donde el panorama resulta ciertamente más convulso y complejo. Si miramos estos paisajes desde perspectivas culturales y sociales podremos develar la huella significante del trajín histórico que lo ha marcado y a su vez construido. Estas obras articulan dicho análisis en el uso que hacen de sus condicionantes formales, dispuestos de tal forma que nos invitan a reflexionar sobre problemáticas diversas.
Una complejo razonamiento sobre la historia en sí, sobre los impulsos de cómo y quienes la escriben, se manifiesta en la obra Que la multitud conviva (2003, 2007) de Saidel Brito. En ella los espacios abiertos del mundo andino son recreados como locación de una gesta épica. Se trata de una suerte de “vía crucis” inspirado en el levantamiento indígena que sacudió al país en el año 2000 y derrocó al presidente Jamil Mahuad, un episodio más del tragicómico y convulso trajín gubernamental de un país que ha producido diez mandatarios en apenas quince años.
Brito reproduce las pinturas elaboradas por los indígenas de la comunidad de Tigua, magnificando sustancialmente la escala y trastocando el alegre tratamiento cromático. Los textos inscritos en las pinturas de Tigua complementan ahora las “estaciones” murales de Brito. La narrativa convierte en protagonistas de una nueva historia preñada de reivindicaciones y empoderamiento a estos actores postergados en el ajedrez de las fuerzas políticas locales.
Originalmente estos pintores simplemente decoraban objetos utilitarios, pero luego de su “descubrimiento” su labor se orientó hacia el sistema del arte para su explotación comercial (Brito parece aludir a este hecho cuando enmarca las escenas con rutilantes molduras doradas). Del cambio de finalidad de sus representaciones, y de su inserción en el mercado de baratijas artesanales, se pueden ensayar aproximaciones metafóricas sobre el protagonismo de los pueblos indígenas en tanto ficha importante del accionar electoral y perfil ideológico del presente gobiernista.
El empleo del mural guarda relación con el talante heroico de los sucesos representados, pero a la vez nos refiere al marcado vínculo entre el muralismo mexicano y la pintura indigenista ecuatoriana de mediados del siglo pasado. Brito añade una cavilación clave sobre el destino final de la pieza: cada presentación de este ciclo pictórico se realiza directamente sobre la pared, asumiendo la fatalidad, siempre consumada en la historia, de que se borre lo dicho.
Historia e identidad se entretejen en la doble hélice del ADN de un país cuyos habitantes solo recientemente comienzan a analizar, cuestionar e increpar la materia que los estructura como sujetos. Fernando Falconí revisita imágenes de portada de textos escolares oficiales de varias décadas del siglo XX, que forman parte de la conciencia colectiva de varias generaciones de ecuatorianos. Eran dulces ilustraciones de la costa, la sierra y el oriente que proyectaban una utopía de armonía y progreso. En su serie Excursiones (2007), Falconí las interviene con sutiles dosis de humor negro e incorpora su autorretrato.
El tono lúdico que cuestiona la conformación de un edén en las pinturas de Falconí encuentra un contrapeso en la implacable retórica del lenguaje fotográfico de María Teresa Ponce. La serie Oleoducto (2006) muestra paisajes atravesados por el paso de esta gran tubería que traslada el petróleo desde la amazonía hasta las refinerías en distintos puntos del país. A merced de su precio y manejo, el Ecuador ha vivido entre los extremos de la bonanza y la ruina; la huella que ahora vemos en la tierra –a veces espectral, subterránea, otras veces superficial, evidente- recorre metafóricamente décadas de impronta en el destino común, aquello inferido en las actividades humanas que a sus pies se despliegan, donde la vida transcurre “a pesar de”.
De clara raigambre jeffwallesca, las fotografías de Ponce reconstruyen en tomas únicas distintas instancias de labores y actividades en estos parajes. Estos esquemas narrativos eran antes asociados a medios como la pintura, por lo cual se abre un diálogo con la obra del más importante paisajista ecuatoriano Rafael Troya (1845-1920), quien fue adiestrado en las convenciones del paisajismo científico del siglo XIX. Las fórmulas compositivas de Troya son ahora trastocadas por Ponce, colocando en primer plano a la figura humana, antes tratada con carácter meramente anecdótico y perdida en el envoltorio de la imponente naturaleza.
A través de los años el país sufrió significativas mermas de su territorio oriental y el fantasma de estas amputaciones siempre ha merodeado el herido orgullo nacional. En 1995, el conflicto armado con Perú se centró en el diferendo territorial alrededor de un punto llamado Tiwintza. El discurso nacionalista que se exacerba en tiempo de guerras convirtió a este lugar en el foco pasional que logró un sentido de unidad e identidad nacional largamente perdidos.
Manuela Ribadeneira alude a este fenómeno en su trabajo Tiwintza Mon Amour (2005). Un metro cuadrado de selva representa, a escala 1:1000, el kilómetro cuadrado que el arbitrio internacional concedió al Ecuador –bajo un régimen de propiedad privada- dentro de un territorio considerado como peruano. La artista suspende sobre ruedas esta suerte de modelo, convirtiéndolo en un símbolo móvil de significados fluctuantes y cambiables. La obtención de este inútil kilómetro cuadrado fue un imperativo para el Ecuador en las negociaciones de paz. Ribadeneira crea un fetiche que nos muestra como el Estado-Nación, en palabras de Žižek, “‘sublima’ las formas de identificación orgánicas y locales en una identificación universal ‘patriótica’”.[1]
Si Ribadeneira subjetiviza la experiencia colectiva, la obra de Pablo Cardoso permite echar una mirada plural sobre su experiencia personal. Lejos cerca lejos (2004) narra, en una azarosa secuencia de imágenes, la travesía del artista desde que partiera de su hogar en Cuenca hasta que arribara al Parque Ibarapuera, sede de la Bienal de Sao Paulo. La obra, un tour de force técnico que traduce literalmente a la pintura trescientas veinte instantáneas fotográficas, fue elaborada específicamente para exhibirse en esa Bienal.
Este recorrido encierra inquietudes de diverso tipo, pero en última instancia se trata del traslado desde la “periferia extrema” al centro. La odisea desde una ciudad andina relativamente pequeña y de marcado carácter colonial (donde el arte contemporáneo sigue siendo un fenómeno al que accede un círculo muy reducido de iniciados) a una megalópolis convertida en la meca del panorama cultural sudamericano, refleja las difíciles condiciones en que se desarrolla la producción artística actual en el Ecuador y muestra el contraste de las relaciones culturales globales.
Guayaquil, Abril del 2007