ARTE CONTEMPORÁNEO Y PATIOS DE QUITO
4 de septiembre – 2 de octubre /2010
Por Rodolfo Kronfle Chambers
Dejando de lado a la Bienal de Cuenca, Arte Contemporáneo y Patios de Quito supone el evento de arte actual más ambicioso que se haya dado en el Ecuador. Este dato se reviste de trascendencia si tenemos en cuenta que el mismo se concreta por la gestión de un ente privado, dato para nada irrelevante en el clima de regresión nacionalista y neo-patriótica que está reorientando, para mal, la altamente burocratizada, poco profesionalizada y retardataria institucionalidad cultural estatal. Un logro digno de encomio para ARTEDUCARTE (del Grupo El Comercio) y su directora María Consuelo Tohme si consideramos la exitosa coordinación de este asunto en un país donde se sabe que todo emprendimiento de envergadura tiene visos de epopeya.
Como modelo se tuvo una iniciativa conceptualizada para la ciudad de Córdoba en España, el reto consistió en exportar la idea pero sorteando las dificultades de parametrizar la experiencia en clave local. Con Gerardo Mosquera como curador de ambas expediciones el barco pudo arribar a buen puerto.
La lógica del evento evade por supuesto el emplear los patios como galería donde exponer obras desentendidas del lugar, más bien enfatiza el diálogo, la puesta en escena, y la activación tanto del entorno arquitectónico como de los contenidos que se derivan de sus usos.
Participaron diez artistas muy bien establecidos en sus respectivos países, seis de los convocados con el antecedente cordobés en su prontuario, a los cuales se sumaron Javier Téllez de Venezuela y Larissa Marangoni, Pablo Cardoso y Miguel Alvear, quienes jugaron de locales. Todos son, sin excepción, duchos en roces internacionales, algunos inclusive –como Mona Hatoum- aportaron aires de mainstream al ambiente. A pesar de que esta última fue la única participante que no fraguó una pieza ad hoc se tuvo la visión de incluir el que probablemente sea su trabajo más fotogénico, Hanging Garden (2008-2011): la presencia de su paradójica barricada con brotes de vida funcionaba de forma estupenda en su nuevo emplazamiento en el convento de San Agustín, añadiéndole a mi criterio un interesante barniz de crítica poscolonial.
La proliferación de obras en la última década que tienen a la ciudad y a la esfera pública tanto como plataforma de exhibición como parte de sus consideraciones al interior de su trama temática, concita cierto recelo ante posibles reiteraciones banales de experiencias ya agotadas de sentidos. La variante ofrecida por ACYPQ es sin duda original, y permite hurgar productivamente en dimensiones de interés dentro de una matriz diagramada por densas variables como son el ámbito de lo privado, la extensión de lo público, el acervo patrimonial arquitectónico, la cultura popular y la memoria histórica.
Más allá de los acentos políticos que se detectan en buena parte de las obras el conjunto propone un empoderamiento de la subjetividad del espectador, al prescindir casi la totalidad de estas intervenciones de moralinas superficiales y unidimensionales que exorcicen su espíritu poético.
Ahora bien, toda muestra que haga uso del encargo en función de alguna contingencia temática, o de variables impredecibles que el lugar de exposición imponga, corre el riesgo de desnaturalizar la producción de un artista; sin embargo, uno de los aspectos más interesantes del conjunto de trabajos es reparar en cómo se ha preservado con integridad los intereses y la poética característica de cada participante.
Desde intervenciones previsibles y simplemente deleitantes, como el goce y la belleza que encierra la obra de la chilena Magdalena Atria a través de su distintivo trabajo que potencia, de manera brillante, un recurso tan elemental como la plastilina en posibilidades cromáticas y compositivas cuasi lisérgicas, hasta soluciones inusitadas e intelectualmente estimulantes como las del brasileño Rubens Mano. Su intervención, titulada Cosecha, tuvo como vórtice de sentido la inmanencia avasalladora que impone la picota que se encuentra en el patio del Museo Municipal. Esta columna de piedra señalaba, centurias atrás, el imperio de la ley en un territorio. Mediante un juego de contrastes, desarrollado entre decisiones formales de reorganización del espacio y acciones simbólicas como la introducción en un cantero del patio de especies vegetales que hoy en día se asocian con actividades ilícitas, Mano logró activar adormecidas tensiones culturales que yacen sedimentadas en la memoria colectiva.
Otros como Miguel Alvear optaron por operar directamente con el tejido social. Escogió para el efecto un patio sin presencia opulenta, pero lo que perdió en esplendor lo ganó con la sensible puesta en escena de las más humildes y tesoneras labores manuales que ejecutan los artesanos que pueblan el sitio: un fotógrafo y su anticuada técnica que se resisten a desaparecer, el operador de una rudimentaria imprenta (quien finalmente, luego de una vida de trabajar mecánicamente con las palabras, se convirtió en poeta), el grupo humano que da vida al salón de belleza, un orfebre y un restaurador de imágenes religiosas, cuyo ínfimo taller quedó coronado por un monumental Niño Dios inflable, efigie que aparenta bendecir ahora, desde su imponente elevación, a la comunidad entera. Alvear conecta así con una constante en su trabajo, reformulando en paroxismos de carácter kitsch imágenes simbólicamente vinculadas a la identidad local. El artista logra convertir a sus sujetos en materia de análisis sobre las complejidades de una sociedad que se resiste a ser caracterizada mediante generalizaciones.
Lo popular se expresa además en las creencias que invoca la costarricense Priscilla Monge, cuya elegante intervención (El patio de los milagros) adquiere connotaciones de orden ontológico: dos bancas de piedra talladas con inscripciones cuyos mensajes sugieren un enfrentamiento entre la vida y la muerte. La composición se equilibra en el pequeño patio regentado por una higuera, planta que –según usos tradicionales y de acuerdo a la intensidad de la dosis suministrada- servía tanto para avivar la fertilidad como para causar un aborto. Una sutil metáfora del equilibrio y la fragilidad que rige la existencia, atravesada por una proyección histórica de los condicionantes culturales impuestos sobre la mujer.
Estrechos lazos al entorno de acogida tuvieron las intervenciones de Pablo Cardoso y Javier Téllez, ambos empleando el trabajo de célebres escritores como trampolín alegórico. El primero con una expansiva instalación titulada Mi habitación da a un volcán, emplazada en una casa de tres patios, donde creó un circuito de agua empleando las canaletas recolectoras de lluvia, habilitando determinados desfogues en las mismas para martillar con el persistente goteo un trío de paneles de acero inoxidable situados a nivel del suelo. En la superficie de estos se recogían evocativos textos de uno de los huéspedes que tuvo la casona: por ella pasó el poeta y artista Henri Michaux (1899-1984), quien publicó en 1929 su célebre bitácora de viaje “Ecuador”, de donde Cardoso ha extraído frases como “Tengo siete u ocho sentidos, uno de ellos: el sentido de lo que falta”. Esta fue una de las más gratas experiencias multisensoriales, permitiendo además una lúcida asociación con las reflexiones pictóricas que viene elaborando el autor en torno a sus propios desplazamientos territoriales.
La obra de Téllez se emplaza en el Hospital Psiquiátrico San Lázaro, elección coherente dada su obsesión con el tema de la locura para cuestionar la arbitrariedad con que se define lo racional, y por ende la realidad misma. En Artaud Remix reúne un nutrido conjunto de banners que penden ordenadamente de la arcada que rodea el patio central (remarcando tangencialmente su interés por la “arquitectura del confinamiento”). Estos se encuentran impresos con una reconfiguración que Téllez hace de delirantes e incomprensibles textos “glosolálicos” del dramaturgo esquizofrénico Antonin Artaud (1896-1948); el hermetismo al que se enfrenta nuestra desvalida interpretación nos conduce a una reflexión sobre el potencial que otorgamos a los estados sensoriales -como el trance- no asociados con la normalidad, dejándonos la extraña sensación de que solo los internos del instituto accederán a estas enigmáticas claves.
Completan el recorrido las piezas de los españoles Jorge Perianes y Cristina Lucas, y de la ecuatoriana Marangoni, las cuales contribuyeron, con distintos grados de extrañamiento y encanto, a redondear el evento.
Quito quedó convertido por el espacio de un mes en una suerte de museo al aire libre, donde, como refiere el curador, se “tomó el desafío de comunicarse con un público popular sin menoscabo de su interés y sofisticación artísticos”; muy distinto esto a otras iniciativas de arte público donde el paseante encara obras con las cuales le es difícil comulgar conceptual y estéticamente.
Esta consideración por los destinatarios finales de la experiencia es motivo de una lógica cavilación de Mosquera, quien mete el dedo en la llaga respecto a los desvaríos muchas veces presentes en el sistema institucional del arte: “Todo proyecto de arte en la esfera pública debe explorar sus posibilidades de comunicación más allá de la élite de entendidos, pues no ha sido puesto allí para la incomprensión y el silencio. Esto, que parece obvio, es ignorado con frecuencia, y las obras parecen salir a la calle, a la comunidad, a la vida, al ‘mundo real’ sólo para la foto o el video que las documentará en museos, galerías, revistas o libros, no para una verdadera acción en la esfera pública. Su destino final suele ser centrípeto: el mundo del arte. Así, muchas discusiones actuales sobre el arte público y el arte político (Nicolas Bourriaud, Jacques Rancière, Claire Bishop, Mieke Bal…) ignoran olímpicamente la brecha comunicacional que lo circunscribe a una élite muy reducida.” Hal Foster increpaba años atrás con similar ojo crítico la manera como Bourriaud enfocaba el arte, cuestionando la real capacidad de “reactivación de un ensamblaje de unidades” que dicho autor pretende de quien observa, preguntándose “¿cuándo se convierte aquella ‘reactivación’ en un peso demasiado grande en el espectador, en un test demasiado ambiguo?...existe un riesgo de ilegibilidad aquí, que puede reintroducir al artista como la figura principal y como el exégeta primordial del trabajo. Hay momentos en que ‘la muerte del autor’ no ha significado ‘el nacimiento del lector’, como especuló Roland Barthes, sino más bien el desconcierto del espectador.” (Chat Rooms, 2004)
Mientras seguimos ensayando con la mira puesta en la utopía de un arte de verdadera acción colectiva, y explorando la dimensión social de la participación, nos toca poner la plataforma de ACYPQ en la balanza: su pródiga capacidad para crear situaciones, estimular sensaciones y movilizar afectos, habiendo esquivado la demagogia muchas veces presente en eventos de proyección masiva y para receptores no especializados, se inclina decididamente hacia el peso del acierto.
Guayaquil, 25 de Septiembre del 2010