lunes, mayo 31, 2010

Solá Franco_ el teatro de los afectos / Museo Municipal, Guayaquil

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....llegó!!!....el más contemporáneo de los modernos...
http://www.larevista.ec/me-interesa/arte/los-afectos-de-eduardo-sola-franco
http://www.eluniverso.com/2010/06/10/1/1380/muestra-cinco-actos-descubrir-eduardo-sola.html?p=1354&m=27
http://www.telegrafo.com.ec/cultura/visualidad/noticia/archive/cultura/visualidad/2010/06/10/Sol_E100_-Franco-en-cinco-actos.aspx
http://expresiones.expreso.ec/ediciones/20100610/artes.asp
http://www.eltelegrafo.com.ec/cultura/noticia/archive/cultura/2010/06/23/Los-otros-rostros-de-Eduardo-Sol_E100_-Franco.aspx
http://www.vistazo.com/ea/entretiempo/?eImpresa=1028
http://www.elcomercio.com/2010-06-16/Noticias/Cultura/Noticias-Secundarias/EC100616P20SOLA.aspx

 































Jueves 08 de julio del 2010 Arte y cultura
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Este cuadro, llamado La parábola del Rico Opulón, forma parte de la exposición Solá Franco: el teatro de los afectos, que se mantiene abierta en la planta alta del Museo Municipal.

Pocos días quedan para apreciar la muestra Eduardo Solá Franco, el teatro de los afectos. El Museo Municipal de Guayaquil ha sido generoso para poner en escena la obra del artista guayaquileño, sin dudas, una cuenta pendiente de la historiografía artística nacional.

Identificado por cierta crítica con apelativos como “decadente” o “aberrante”, a Solá le tocó crear en un escenario blindado para sus preocupaciones existenciales y sus lenguajes percibidos como “europeizantes”.

Desmarcado del cariz militante y nativista del realismo social que en los años cuarenta tomaba las riendas de la institucionalidad cultural, y ajeno también a las pretensiones estéticas que más tarde celebraran en el precolombinismo, el arribo de un lenguaje propiamente latinoamericano, Solá rumió en solitario su reticencia a estas vastas e influyentes orientaciones artísticas y se enfrentó a la ingente tarea de dar cuenta de sí mismo.

La muestra es prolija en este sentido. Una acuciosa investigación de los curadores Pilar Estrada y Rodolfo Kronfle respalda lo que puede percibirse como el diferendo que el artista tuvo con su medio “ese lugar donde nací desprovisto de historia y esplendor” (Solá).

Lo interesante es constatar a partir de cuidadas relaciones entre textos diversos potenciadas en el plano museográfico, que se trata de una amarga experiencia de intolerancia.

Pocas veces en nuestro plató cultural contamos con una exhibición abundante en bienes (90 obras, 10 filmes) que esté tan eficientemente agarrada a nivel conceptual. La excedencia es aquí agradecida; se justifica por la complejidad de los vínculos que el artista entabló con la tradición cultural occidental, por su extraordinario afán creador volcado en dominios como el cine, el teatro, la literatura..., por su ansiedad de comunicar de manera elocuente y majestuosa el malestar que le provocaba un mundo en su perspectiva habitado por la injuria, el interés y la decadencia de los que consideró ideales de una espiritualidad fundante.

Considerado el artista más cosmopolita del siglo XX en el país, la exposición se explaya en mostrarnos a un hombre motivado por dar imagen a cada encuentro, a cada estancia. Su capacidad para el dibujo dimanada de una sostenida práctica de la ilustración, el collage y un desempeño impresionante en la acuarela, dejan impronta indeleble en esos diarios presentados sabiamente en formato digital. Esta pieza, cuyas dimensiones expresivas y significantes son invaluables, merecería ella sola un disfrute detenido.

El teatro se adueña de un importante segmento de la curaduría: hábil metáfora de un corpus artístico donde pareciera que la pintura sucede “en escena”; cinco actos en los que las intensidades de la trayectoria artística de Solá pueden ser percibidas por medio de una diestra selección de piezas y complementos textuales que aportan al deslinde de los profusos vínculos existentes entre vida y obra del artista. Constatamos aquí, el desinterés de Solá por las problemáticas estéticas del modernismo, su pasión por la alegoría, la recurrencia erudita a los mitos y a trasfondos religiosos en los que asoma su mentalidad heterodoxa.

Se trata de una trama densa que luciendo particular esplendor en la pintura, adquiere aun más condumio en diálogo con la cautivante y enigmática filmografía –un mérito rotundo de la muestra es haber sacado a la luz tan precioso legado–. Los poemas son también ese toque que al ubicarse en el lugar preciso redondean la imagen de una personalidad atormentada, sumergida en el acto creativo.

En este teatro de los afectos se esboza ya, el Solá de los “encuentros imposibles”, ese en el que aflora conflictivamente la tensión homoerótica.

El ambiente saturado de la sala donde se exhiben estremecedores retratos es el marco idóneo para mostrarnos los vericuetos de un artista que ha logrado consolidar en el artificio de la pintura su deseo.

Cuestión de criterios, a esta exposición podría situarle en alguno que otro punto un llamado de atención sobre su economía, quizás algunas redundancias y excesos de ilustración que interceden en la experiencia de las obras, cierta batalla con una iluminación confrontada con los brillos del cristal o el óleo.

El saldo, sin embargo, es alucinante; una experiencia a la vez dolorosa y excelsa que deja más de una lección al tiempo que vivimos.



 PRESENTACIÓN DEL LIBRO EDUARDO SOLÁ FRANCO: EL TEATRO DE LOS AFECTOS
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EL CUERPO DE SOLÁ
Por Cristóbal Zapata

Hablar del cuerpo.
Derrocar el tabú de la mano que palpa.
Del herboso confín del abrazo y la lengua…
LUIS ANTONIO DE VILLENA

En un país donde cada día parece que volvemos a empezarlo todo de nuevo, desde cero –por el prurito refundacional de nuestros mandatarios– levantar actas sobre ciertos pasajes y personajes que la historia ha olvidado a propósito o por descuido se impone como una tarea urgente, pues en el ámbito del arte el conocimiento de la tradición (local, nacional y universal) resulta fundamental para que un artista o escritor adquiera aquello que T. S. Eliot –en su célebre ensayo “Tradición y talento individual”– llamaba “el sentido histórico”, sentido histórico que implica una percepción no sólo de lo que en el pasado es pasado sino de su presencia en el presente. Desarrollar esta conciencia de la tradición es fundamental para un escritor o artista, pues “lo que ocurre cuando se crea una obra nueva –dice Eliot– es algo que les ocurre simultáneamente a todas las obras que le precedieron”, de modo que en un movimiento de ida y vuelta el pasado es alterado por el presente como el presente está orientado por el pasado. Más tarde, Borges dirá “cada escritor crea sus precursores”.
Por eso, Rodolfo Kronfle tiene razón cuando en la introducción del libro Eduardo Solá Franco: el teatro de los afectos, dice que “La subvaloración de la obra de Solá Franco, su estatus marginal y su relativo desconocimiento es el mayor pecado de omisión de la historia del arte ecuatoriano”. Cierto, sin olvidar que hay pecados de omisión que por sus consecuencias o su reiteración, se convierten en pecados mortales, y ese es  –a luz de los que hemos podido ver en esta exhibición y leer en este libro– el pecado que cometieron quienes con su silencio pretendieron esconder o desconocer el aporte de Solá.
Pintor de centenares de cuadros, dibujante copioso y sistemático, autor de decenas de libros de poesía, novelas, piezas teatrales, director teatral y por si faltara algo, realizador audiovisual, el genio multifacético y el fervor creativo de Solá no tienen parangón en el arte ecuatoriano. De allí que haberle dedicado la magnífica exposición que se ha cerrado hace pocos días –sin duda la primera gran exhibición de la década que ha comenzado por su magnitud, por el buen criterio en la selección y en el montaje–, y consagrarle el ambicioso y no menos notable libro que se presenta esta noche suponen un imperioso acto de justicia y vindicación de una figura eminente de nuestra cultura. Eduardo Solá Franco: el teatro de los afectos, proyecto gestado, comisariado y editado por Rodolfo Kronfle Chambers y Pilar Estrada Lecaro tiene el mérito de descubrirnos una pieza esencial en el rompecabezas de la cultura ecuatoriana del que tantas fichas han sido hurtadas u ocultadas por pereza, mezquindad o torpeza. La mayoría de las veces interesada y tramposamente.
Pero, así como hubo quienes pecaron por omisión, hay quienes pecaron de palabra y de obra para impedir que determinados artistas o proyectos se lleven a cabo, o los pusieron en entredicho, o los ignoraron, o los repudiaron. Eso es lo que pasó con Solá Franco, cuya pintura aparece precisamente en un momento en que la intelligentsia ecuatoriana libraba una ardua batalla entre una minoría que acogía ardorosamente las poéticas de vanguardia y una mayoría que defendía a rajatabla el papel social del arte y la literatura, tal cual lo ha estudiado y documentado el crítico Humberto E. Robles en su libro La noción de vanguardia en el Ecuador. Entre estos últimos se encontraba Joaquín Gallegos Lara, uno de los más beligerantes escritores e ideólogos del marxismo ecuatoriano, promotor y teórico del realismo social, quien desde su sillón pontificio no sólo calificaba y descalificaba las obras de sus colegas, sino que al parecer también ordenaba –como un capo di mafia– golpizas contra quienes escapaban de las coordenadas estéticas e ideológicas que dictaminaba como verdades únicas. Así, en mayo de 1931, a propósito de la brillante novela experimental En la ciudad he perdido una novela, de Humberto Salvador, texto que tiene, entre otros, el mérito de otorgar una ciudadanía literaria a Quito, Gallegos achacará a su autor de no ocuparse del indio y de “las clases anónimas”, “en cuyo vientre colectivo  –aseguraba– se gesta el porvenir”; más luego, a fines de 1932, tras la publicación de la Vida del ahorcado de Pablo Palacio –título capital en el proceso de renovación de nuestras letras–, acusará al escritor lojano de tener “un concepto mezquino, clownesco y desorientado de la vida, propia en general de las clases medias”. Ante semejante miopía dogmática y catequizante –que ha caracterizado a la izquierda ecuatoriana y latinoamericana y que hasta ahora padecemos–, no resulta extraño que poco antes, ese mismo año, haya mandado a golpear a Solá Franco tras la apertura de su primera exposición individual, en Guayaquil. Para quien, como Gallegos, pregonaba la estética del “sublime proletario”, la pintura singular y personal de Solá debió parecerle “aberración pequeño burguesa”, pues de “aberrante” la calificará –avanzados los años 90– Hernán Rodríguez Castelo  en su Diccionario crítico de artistas ecuatorianos del siglo XX.
Para el momento en que Solá irrumpe en la escena local, su caso tenía dos agravantes: pertenecía a la aristocracia guayaquileña y era sospechoso de homosexualidad: dos fobias de la izquierda puritana y resentida. Alivia constatar que sin olvidar la ruptura y el aporte fundacionales que supuso la literatura de Gallegos y sus compañeros de ruta (particularmente los del Grupo de Guayaquil), en su recuperación de hablas y personajes subalternos, hoy por hoy el filón con la que dialoga la literatura se inscribe en la brecha abierta por Palacio y Salvador, no dentro del rayado de cancha del realismo social o del indigenismo.
Recibida a puntapiés en su presentación inaugural, con el paso de los años la recepción de la obra de Solá en nuestro país no correrá mejor suerte en un recinto cultural dominado hasta hoy mismo por una intelectualidad de izquierdas y cuya sede principal –desde su fundación hasta comienzos de los años 80, cuando empieza su debacle institucional y moral– residía en La Casa de la Cultura Matriz, la Matrix, la madre de todos nuestros vicios culturales. Solá no tardó en darse cuenta que navegaba a contracorriente, que estaba obligado a convertirse en un outsider entre mostros. Es el tigre de Bengala de ese magnífico poema llamado “El circo pobre”, que nuestro autor escribe en una edad tardía: un animal hermoso, de noble abolengo, pero envejecido, y como tal marginado, y finalmente desafectado del programa circense, en una perfecta alegoría de su ubicación en el statu quo cultural.  
No hay que pensar demasiado para darse cuenta que el  establishment cultural no le perdonó a Solá su triple disidencia: estética, política y sexual. En un medio dominado por los grupos artísticos, las credenciales de compromiso político y y la ortodoxia sexual, su heterodoxia debió resultar tan escandalosa como su individualidad. Solá epata por igual a la moral burguesa y a la moral revolucionaria           –pues ambas son intolerantes, pacatas e hipócritas. Cuando en 1933, a los 17 años, tiene el coraje de autorretratarse junto a su maestro López Morelló con un look andrógino, con los labios pintados y el pelo cortado a la garzón, estamos ante un artista que salta a la arena pública para dar guerra, dispuesto a desafiar las buenas conciencias y las buenas costumbres, los estereotipos establecidos.
Sería importante saber cuáles fueron los cuadros que Solá presentó en su primera comparecencia pública. Los clichés y el desconocimiento –que esta muestra y este libro contribuyen a remediar– han insistido en vendernos la imagen de un Solá ensimismado en sus relaciones y obsesionas mundanas, encerrado en su coto social y privado. Pero a juzgar por algunas acuarelas que realizó en los años siguientes, como las carnavalescas escenas de Mardi Gras (1933) y Carlos I de Inglaterra (1934), o sus alegorías de la guerra como la espléndida Blues del siglo veinte (1940), su óleo Apocalipsis o la danza final (1947), o mucho más tarde, aquella magnífica pintura de Los Romanov (1968) –donde el retrato de la familia real parece un pergamino o una fotografía que se quema en su revelado, sobre sus propios cuerpos masacrados– no cabe duda que era un artista con una profunda conciencia de la historia y del tiempo.
Desde su primeros cuadros percibimos un regusto decadente, un regodeo entre miriñaques, penachos y arabescos; escenografías mórbidas o lóbregas –ya góticas o barrocas–, y los personajes –envueltos en situaciones de apariencia onírica– tienen un aspecto extranjero,  o cuando menos extraño; no eran –para disgusto de los comisarios de la época– ni indígenas ni obreros, ni indigentes, los sujetos de la pintura que se hacía entonces. En el rico despliegue cromático de sus pinturas no hay una sola gota de color local.
 Discípulo del simbolista catalán Ramón López Morelló, la pintura de Solá adscribe al simbolismo, y como tal antes que en la realidad es en su imaginación o en su imaginario donde encuentra la materia de su pintura, cuando no en la literatura o en la pintura misma como en sus cuadros de temas bíblicos y mitológicos. Precisamente su monumental y ambiciosa tela La busca del tiempo perdido, es un emotivo tributo a Marcel Proust, donde el gran escritor francés aparece desdoblándose en medio de los personajes de su novela colosal (Odette, Swann, la duquesa de Guermantes, entre otros). Vale recordar que a través del pintor Elstir el narrador proustiano toma posición contra lo que llama el “arte cinematográfico” –es decir, contra el realismo o naturalismo que asediaban a Solá–, pues para Proust la creación artística era imposible sin el concurso de la subjetividad. Los poetas simbolistas (patrullados por Baudelaire y Mallarmé) estaban convencidos de que no se trataba de decir o pintar el objeto mismo sino de usar los instrumentos retóricos para acecharlo, sugerirlo o evocarlo. No otra cosa hace Solá en su pintura. Basta recordar su prodigiosa City Mountain (1968), babel, obelisco, columna fálica, a través de la cual el artista sugiere y evoca el paisaje y al amor perdidos: la isla griega de Rhodes, donde pasó en 1960 junto a David Morais, uno de sus modelos-fetiche.
La sensibilidad de Solá es finisecular y es alejandrina, en tanto surge de un largo y rico diálogo con la cultura: es el imperio de la decadencia añorado y habitado por Verlaine, el dandysmo del flaneur baudeleriano, las escenas teatrales de Aubrey Beardsley, la atmósfera onírica y enrarecida de la Salomé de Oscar Wilde, tanto como la de Gustave Moreau.
Mirando las pinturas, acuarelas y películas de Solá donde el cuerpo y con frecuencia su propio cuerpo es el objeto central de la obra, pienso que en lugar de  relatar la carrera de un artista debería escribirse la biografía de su cuerpo: el itinerario de sus gozos, de sus silencios, de sus dolencias. “Pues es prestando su cuerpo al mundo que el pintor cambia el mundo en pintura” ha dicho Merleau Ponty.
Los maravillosos diarios ilustrados de Solá –verdaderos x-files de nuestro patrimonio artístico, acaso el gran descubrimiento de esta exhibición– quizá sean esa autobiografía del cuerpo. El diario es el lugar donde Sola no solo registra, sino que lee e interpreta su trayecto vital y profesional como experiencias corporales. El diario          –expediente de inspiración proustiana– es el espacio donde organiza y teatraliza su memoria. A propósito de esta concepción teatral de la realidad, asociando la sensibilidad gay a lo camp, caracterizado por Susan Sontag –en su ya legendario ensayo sobre el tema– como “el amor a lo no natural, al artificio, a la exageración”          –de por si ya una caracterización de ese ethos y de esa estética neobarroca a la que adscribe la pintura de Solá–, dice que lo camp entraña la comprensión de “el Ser-como-Representación-de-un-papel. Es la más alta expresión, en la sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro”. El título del libro encuentra aquí una de sus mejores justificaciones.
Por lo demás, resulta admirable que muchos antes de que Roland Barthes publique su ensayo El placer del texto (1973), Solá haya dado al conjunto de su diario el nombre My Book of pleasure. Salvadas las distancias y diferencias, Solá exhibe la misma actitud gozosa ante el lenguaje verbal o visual, hace del deseo el soporte y resorte de su diálogo cotidiano con el mundo.
Si miramos con atención los autorretratos pintados o dibujados en sus diarios donde aparece pintando o filmando con el torso desnudo, veremos que Solá  mantiene una relación copulativa, sensual, carnal con su obra. Esa liason sexual se traduce por ejemplo en esas sorprendentes grietas que abre en sus lienzos de fines de los 60 y en los que continua realizando en los años 70, que si bien son un insólito y novedoso recurso para crear otro plano temporal –como bien anota Rody Kronfle– habría que verlas también como el agujero que cava el voyuer para mirar lo prohibido, el otro lado de la realidad y las cosas.
EL cuerpo de Solá como el de sus criaturas luce siempre atravesado por un eros estival, por un erotismo muelle, distendido, siestero, un eros de playa o balneario. Son cuerpos invadidos por cierto spleen, cierto tedio, por esa pereza o cansancio que sucede al trajín amatorio. El título de uno de sus vídeos, Boy bored in the beach (1962), es en este sentido ilustrativo. No en vano los bañistas fueron uno de sus motivos pictóricos y cinematográficos predilectos, y se las arregló incluso para que el trágico Edipo de la mitología griega luzca un provocativo bañador (Edipo y la esfinge, 1950). Bañadores y pantalonetas son en Solá guiños, llamadores eróticos. Inclusive cuando retrata a los boxeadores, estos muestran cierta relajación, una laxitud muy susceptible a la combustión del deseo. Si el mismo cuerpo de Solá al parecer era de curvas praxitelíneas, sus modelos –varios de los cuales eran sus amigos, protegidos o amantes– parecen salidos del plató de las películas de tema egipcio y romano de Cecil B. de Mille. Esta devoción por los cuerpos atléticos es otro rasgo finisecular, alejandrino o helénico de Solá (pienso en el poeta inglés A. E. Housman y en su poema “A un joven atleta muerto”). Pero tanto en el artista como en sus modelos esas anatomías viriles apenas se descuidan, apenas bajan la guardia, las censuras del super-ego, se muestran trabajadas por lo femenino.
Los sujetos de la pintura y de sus films son sin duda los objetos del deseo del pintor, de allí que asomen semidesnudos,  de allí el énfasis en el detalle genital, el modelado del bulto, o el abultamiento del sexo. “El cuerpo que va a ser amado             –dice Barthes en sus Fragmentos de un discurso amoroso- es, de antemano, cercado, tanteado por el objetivo, sometido a una especie de efecto zoom que lo aproxima, lo amplifica…”.
Esteta, preciosista, manierista, dandy, en una palaba, estilista. En el estilo, en su estilo artístico, en su estilo de vida –pues Solá no solo hace del arte su vida, sino que quiere hacer con su vida una obra de arte, a semejanza de su admirado Oscar Wilde–, nuestro artista inscribe su excentricidad, reitera su diferencia y su disidencia de las normas estéticas y los modos de ser al uso de su época. Difiere, disiente, diverge. Pues como bien lo ha visto el escritor uruguayo Roberto Echavarren en su brillante ensayo Arte andrógino a diferencia de la moda que adopta lo consagrado y lo seguro, el estilo al aparatarse “de las prescripciones genéricas de la moda” singulariza la individualidad, la identidad de quien la ejerce, y “en tanto aparece o existe, hace política”.
Mientras redacto estos apuradas notas, me pregunto si las calles y las noches  de Guayaquil encontraron alguna ocasión a Solá con quien considero su hermano espiritual: el poeta David Ledesma Vázquez. Ambos comparten la misma marginalidad y soledad derivada de su universo poético y de su condición sexual (los dos vienen “de los oscuro de la carne”, como dice un verso de Ledesma), y adicionalmente tienen en común algunos mitemas y demonios culturales: Narciso, Nijinsky, Oscar Wilde. Son, tal vez, los dos grandes relegados de la cultura guayaquileña. Lo sintomático es que son los nombres en los que las nuevas generaciones de poetas y artistas han empezado a reconocerse. ¡Enhorabuena! Lo que antaño olía mal en Dinamarca empieza a tener el aroma y el sabor entrañable de lo perdido y recuperado.
Concluyo: “Un libro de poemas –dice Octavio Paz– es una suerte de diario en la que el autor intenta fijar ciertos momentos excepcionales, hayan sido dichosos o desventurados”. No cabe duda que cuando realizaba sus diarios y cuando ponía en orden sus escritos, sus documentos autobiográficos, Solá tenía conciencia de que estaba viviendo una experiencia excepcional, y como tal había que preservarla para que un día podamos conocerla y compartirla. Por eso, esta noche debemos celebrar, felicitar y agradecer a Rodolfo Kronfle, Pilar Estrada y a María Elena Barrera-Agarwal el que hayan visitado los archivos del artista y hayan recopilado datos de su trayectoria artística y vital, apelando a diversas fuentes e informantes  para ofrecernos esta magnífica publicación, como debemos agradecer a la I. M. de Guayaquil que a través de su museo Municipal y du su Programa Editorial ha impulsado con entusiasmo la realización de este proyecto. Eduardo Solá Franco: el teatro de los afectos, supone sin duda, un aporte cardinal a la bibliografía del arte ecuatoriano.
Cuenca, julio, 2010.


Los afectos de Solá Franco

Domingo, 5 de Septiembre de 2010

DIARIO LA HORA
Los afectos de Solá Franco
MARÍA HELENA BARRERA-AGARWAL, NUEVA YORK

Ha concluido recientemente en el Museo Municipal de Guayaquil una retrospectiva intitulada ‘Eduardo Solá Franco: el teatro de los afectos’. La responsabilidad de la iniciativa y su correspondiente éxito se deben a dos jóvenes apasionados del arte, Pilar Estrada Lecaro –directora del museo– y Rodolfo Kronfle Chambers. Gracias a ellos, las salas de exhibición ecuatorianas han vuelto a acoger a un artista excepcional. Se ha iniciado así un nuevo período en el que, es de esperarse, su obra reciba el interés y la atención que merece.

No es una exageración afirmar que, previamente a la retrospectiva organizada por Estrada y Kronfle, Eduardo Solá Franco jamás contó con una muestra que hiciese justicia a su expansivo genio y que brindase una impresión totalizadora y coherente de la prodigiosa gama de sus intereses. El que ello haya sucedido en el Museo Municipal se debe sin duda a la preparación intensiva y a la remarcable prolijidad de sus organizadores. El conjunto de cuadros, películas y diarios reunidos ha correspondido a una muy específica voluntad de redescubrimiento y de reinterpretación, tanto de la obra como del artista.

El redescubrimiento y esa reinterpretación eran necesarios debido a un persistente fenómeno, la tendencia a excluir o a minimizar la presencia de Solá Franco dentro del canon artístico ecuatoriano. Lo ha dicho Kronfle Chambers: “Solá es el gran incomprendido dentro de nuestra modernidad estética”. Esa incomprensión se ha derivado de múltiples aspectos. Uno de los más determinantes ha sido sin lugar a dudas la certitud con la que el pintor se aferró a una originalidad a ultranza, totalmente independiente de escuelas pictóricas, tendencias políticas o modas rentables.

Esa individualidad estilística –natural e indispensable para él– le ganaría enemigos y le impediría contar con los apoyos y aprobaciones de grupo que no cesarían de beneficiar a otros artistas contemporáneos suyos. La libertad de Solá Franco y su vehemencia por experimentar hechos, gentes y lugares siempre nuevos, le brindarían un destino de muy particulares características, marcado tanto por el desarraigo y la decepción, como por la exaltación y las revelaciones.

Ese destino sería documentado cuidadosamente, en imágenes y en textos, por su propio protagonista. Pilar Estrada ha señalado cómo, en el proceso conducente a la muestra, se ha tornado evidente una de las certitudes más intensas que Solá Franco poseía: el artista confiaba en que sus testimonios personales serían eventualmente recuperados y estudiados. Ha tomado décadas, pero esa confianza se ha visto justificada. Dentro del contexto de ‘Eduardo Solá Franco: el teatro de los afectos’, Solá Franco se revela finalmente libre para habitar las dimensiones que de su personalidad antes estuvieron ocultas.

Volver una revelación tan compleja en accesible, tanto para los especialistas como para el público en general, es un logro del que pocas exhibiciones, nacional e internacionalmente, pueden jactarse. Ha requerido el mismo de una extensa y paciente investigación de parte de los curadores, esfuerzo que es tan poco común como laudable dentro de nuestro medio. Todo ello contribuye para considerar a  Eduardo Solá Franco: el teatro de los afectos como un hito cultural que ojalá suscite otras muestras dedicadas también a desentrañar los múltiples, muy fértiles secretos que el arte ecuatoriano aún guarda. 



domingo, mayo 30, 2010

Eugenia Calvo - Supervivencia y reproducción - Galería dpm

De la serie Alarmas - 2010
Sin Título - 2010
Supervivencia y reproducción - Instalación - 2010
 
Un obstáculo insalvable - Video - 2009
Caida libre - video - 2007
 
“(…)Subvirtiendo la relación entre los objetos, o de éstos con el espacio, Eugenia Calvo construye una serie de pequeños relatos, breves instructivos registrados en tiempo real, que podríamos coleccionar y utilizar para perturbar la anodina banalidad de cuanto que nos rodea. La sustitución, alternación, desfuncionalización, adulteración, desmantelamiento de objetos, son algunos de los instrumentos retóricos con los que narra micro historias por momentos extravagantes, en las que no está ausente un humor sutilmente corrosivo. Un conjunto de gestos individuales en apariencia absurdos, se constituyen en herramientas de sedición, mediante la articulación de un repertorio de acciones y modelos conceptuales que apelan a la fotografía, la performance, el video o la instalación.
Al someter las cosas de nuestro entorno a funciones para las cuales no han sido pensadas, manipula las conexiones formales y metafóricas a las que impensadamente las subordinamos, subrayando a la vez su carácter de artefacto y la inestabilidad de sus interrelaciones. Como una maquinaria en perpetuo movimiento, cada vez que una de estas piezas es alterada, o incluso reemplazada, se fuerza a los demás objetos a ensamblarse en un nuevo sistema de equilibrio, regido ahora por normas menos espontáneas, pero no por ello menos arbitrarias, que las que hasta ese momento dábamos por sentadas.
(…)Gracias a una serie de procesos radicales aunque no necesariamente violentos, un conjunto de reglas que sólo ella conoce en su totalidad y que, al verlas en funcionamiento, tratamos de intuir, al menos parcialmente, Calvo busca revelar otros aspectos de cuanto compone nuestros hábitats domésticos. Son contiendas que perturban los enseres, los muebles, los espacios cotidianos hasta doblegar sus límites. Tácticas que, subvirtiendo los usos y las propiedades de las cosas, las reinventan -sin que dejen de ser en esencia las mismas- sólo para señalar su naturaleza volátil e inestable.
Todo juego requiere de algo de inteligencia y cierta destreza, pero en este caso, no se trata de vencer a ningún oponente. El objetivo de los juegos de Calvo parece ser poner en evidencia la arbitrariedad de las reglas, de la serie de argumentos lógicos que los animan. De esa forma nos llevan a reflexionar acerca de las normas que regulan nuestra vida, pública y privada, pero, por sobre todo, familiar.”

María Eugenia Spinelli