martes, septiembre 30, 2008

Pamela Hurtado - Propiedad Privada








Propiedad Privada
Pamela Hurtado Wedler

Las más recientes series de Hurtado concentran un conjunto de imaginarios relativos a su infancia que constituyen –una vez hilvanados- una suerte de análisis al sistema de relaciones que operaron en su crianza, y cuya invocación le permite enfocar una mirada inquisitiva a similares dinámicas a su presente como madre.

La artista se ha valido de un mix heterogéneo de recursos visuales: desde la estética infantil que emplea en las pinturas de la serie Había una vez…, pasando por el uso del bordado como una exploración de tradiciones propias de su abolengo alemán (Mi casa azul), hasta la proyección del Álbum con 46 fotos –a la manera de un show de slides- que contienen lúdicas representaciones en que intervienen pequeños muñecos y juguetes. Al igual que en los cuadros, la inventiva en estas fotografías –cuyos títulos individuales sugieren narrativas propias del cuento- parece plantear al juego como el espacio propicio para la lección, la moraleja y hasta el adoctrinamiento. En su sucesión estas imágenes actúan como el teatro donde se escenifican los miedos, la inseguridad y el cotejo de una experiencia propia ante la construcción de lo femenino aún en ciernes.

En este sentido existe una subtrama a lo largo de la exposición, algo que podríamos situar en el campo del trauma, de la huella que persiste, que acosa. Lo sentimos en la magnífica agrupación de lienzos con patrones florales titulados Blumenmuster, cada uno aludiendo a una página del catálogo de papel tapiz del cual se extrajeron. Todos remiten a un gusto decorativo setentero –bello pero agobiante- común en la habitación de cualquier jovencita. Pareciera que las Mandalas –la gran composición de círculos de tela recortada sobre las cuales la artista ha pintado motivos de forma ovular- crean una ambientación mural que actúa en respuesta a aquella manifestación de la domesticidad y de la transmisión del gusto materno. En la obsesividad tautológica de la aplicación de la pintura –donde priman rosas, violetas y marrones- se decanta a su vez una suerte de catarsis.

La obra de Hurtado conecta con una de las líneas dominantes del arte contemporáneo de las últimas décadas, aquella en la cual el territorio de la memoria provee una serie de datos que se prestan para deconstrucciones diversas, en este caso poéticas visuales que –a pesar de hurgar en la biografía de la autora- permiten cierto grado de identificación con el espectador común, suficiente como para remitirnos a las claves simbólicas que ejercieron imborrable influencia en nuestra propia niñez.

Rodolfo Kronfle Chambers
Editor in chief
Revistas House and Garden y Psychology Today
Primavera del 2008


Recuerdos, sueños y pensamientos

Alicia y la oruga se observaron por un rato en silencio.
“¿Quién eres?” - pregunta la oruga.
“Yo…yo, difícilmente lo sé, Señor. “al menos se quien era hoy en la mañana al despertarme, pero seguramente he cambiado algunas veces desde ese entonces.”[1]

La obra actual de Hurtado, presentada por primera vez de manera individual en la Galería dpm, se sitúa un escalón más arriba de un inconciente manejo del material como simple productor de imágenes, donde ella trasciende la armonía del mismo para proponer un discurso en conflicto, cavando un espacio para resolver experiencias personales que pertenecen a diferentes aspectos de su vida detrás de la superficie.

Estos, al igual que en su carrera artística, han sido condicionados por determinadas convenciones culturales que le ofrecen un determinado conjunto de roles sociales - como madre, como esposa, como hija, como profesora de dibujo y pintura, como artista (total, como mujer) - que a su vez se limitan a la determinada esfera privada ausente de cualquier presencia masculina (excluyéndola a su vez de la esfera pública); esta ha envuelto apretadamente sus tareas a lo largo de 15 años con preocupaciones acerca de los valores y la valoración de la feminidad.

Están por ejemplo las fotografías teatralizadas con muñecos de su infancia y de la de Irina, su hija. Al registrar randómicamente dicho juguetes, tanto parte de su pasado como su presente, se pueden reconocer a los mismos como arquetipos del flujo de imágenes que consumen en su vida diaria; peluches, figurillas de las piñatas, el Cristo en la cruz. Este método de trabajo se entendería como una citación diligente a la obra de Liliana Porter, quien indaga en las paradojas de la representación yuxtaponiendo juguetes, creando entre ellos un desconcertante diálogo.
Valdría la pena mencionar que los arquetipos, según Jung, constituyen el inconsciente colectivo de manera clave. El arquetipo central más significativo para el ser humano sería el Sí-mismo (Selbst), aquel ámbito que encierra la consciencia y lo inconsciente; es el centro de esta totalidad como el “Yo” es “el centro de la consciencia”.

Hurtado comenzó hace un año a trabajar en su serie de mandalas como ejercicio de relajación sin exigencias de ninguna disciplina, a partir de una serie de problemas que ella prefiere manejar con la pintura. Originalmente, estas tenían un formato rectangular, pero ella les quita el bastidor para convertirlo en círculos que van contra la pared, como si se tratara de un tapiz. Así, Hurtado pretende hacer de ellas un objeto de observación y les adjunta extensiones de fondo: los colores que utiliza remiten a las paredes forradas de la habitación durante su adolescencia, que sin duda le recuerdan preocupaciones frente a los cambios de ese entonces.

Los espejismos de la memoria tienen eco en las perspectivas actuales de Pamela Hurtado, que no terminan de generar nuevas preguntas acerca de cómo el sujeto va construyéndose a sí-mismo. Su proceso se asemeja mucho al que sufre Alicia en su país de las maravillas; es un personaje inocente sin moral y sin miedos dentro de la recreación de todo lo que ha observado en su corta vida. Su autor, Lewis Carroll, curiosamente la inserta en ese “país” - en su búsqueda de identidad frente a los personajes creados por ella misma - no solo entre sueños, sino a través de un espejo, lo que nos da pauta para citar a Lacan y su teoría del “yo” :

Ese otro que mira al niño tras el espejo y que lo cautiva, pronto aprenderá que es él, incluso le dirá: “Mira, ese eres tú” señalándole la imagen.(…) “Eres tu”: imagen pues de mí, imagen de mi yo, imagen del yo. (…l)a primera
identificación imaginaria.[2]

En Había una vez una niña que quería una casa, conjunto de cuadros narrativos de estetica infantil, el intermediario que Hurtado usa para dichos cuadros es Irina. Ella es el medium que le da forma a las intenciones de la artista, como si fuera ella la que guiará la mano que le de forma a su reflejo.

Ya que se trata de un comportamiento artificial y no uno natural como del que se apropia Lacan para su tésis, Hurtado asume una posición que integra varios de sus roles adquiridos sin protestar: es una profesora de pintura que le deja a la niña pintar con su propio “estilo”; es la artista que domina el proceso creativo con una determinada intención al “utilizar” a su hija para darle un discurso más complejo a su obra, es una madre que enfrenta a su propio “fruto del vientre” a una versión de la memoria ajena y de la cual a su vez es heredera. Una pretensión discreta y pintoresca de enseñarle algo.

Quizás la precariedad formal, su carácter vivencial y las facetas irónicas en su quehacer artístico se expliquen si se toma en cuenta esta constante y anacrónica insatisfacción que impulsa a Hurtado a fabular pasajes de su memoria en detalles muy puntuales, pertenecientes siempre a imaginarios domésticos: Las tazas de té, la decoración ornamental (escogida casi siempre por la figura materna), la cama, el espejo. La muestra se entendería entonces como una alegoría de lo cotidiano (según Alÿs, lo cotidiano es la acumulación de momentos) que integra su fantasiosa infancia, pasando a los dolores de la pubertad, hasta ubicarse dentro de complicaciones de lo que viene después.


María Inés Plaza Lazo
15 de Septiembre del 2008

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