Fotos de exposición RK
Velarde siendo
Velarde
Con la presente muestra Jorge
Velarde, un artista imprescindible dentro del canon guayaquileño de la pintura,
se bautiza de lleno en el campo de la escultura. Si bien ha cultivado el
sub-género del arte objeto con audacia, encanto e ingenio desde sus inicios,
aquel tipo de obras tridimensionales obedece a otras lógicas, casi siempre
transformando y dotando de nueva vida significante mediante lúdicas
interacciones a un universo de objetos pre-existentes, ya en fase de desecho o
manufacturados para tal efecto.
Pero es ahora donde se perfila
con inusitada desenvoltura en un registro totalmente nuevo en su quehacer, y -como
es habitual en él- parece abrirse paso a manera de una indagación que se llena
de hallazgos, y que va poco a poco encontrando su cauce. El modelado de cada
pieza se realiza en parte de una manera tradicional, pero en el proceso el
artista ha involucrado sus propias soluciones técnicas, tomando algunas claves
de las que han desarrollado los hacedores de años viejos en Guayaquil.
El único antecedente de este
conjunto de obras se presentó el año pasado en su muestra “The Pink PainterStrikes Again”, donde expuso una escultura que representaba su cabeza degollada
sobre una paleta, remitiéndonos simbólicamente a la cabeza de Juan Bautista
presentada en bandeja a Salomé. Esta pieza, aparentemente sencilla y basada en
la pintura Autorretrato como Juan
Bautista (2008), atravesaba sin embargo de manera muy efectiva –y demás
decir perturbadora- buena parte de la matriz temática que ha venido
desarrollando el artista: el autorretrato, el énfasis en su condición de pintor,
la recodificación de obras icónicas de la historia del arte y la
reinterpretación de alusiones bíblicas en función de sus intuiciones
vivenciales.
Inclusive la obra bien podría
señalar, aventurándonos en honduras psicoanalíticas, alguno de los complejos
roles que su pareja Anabela –un leitmotiv recurrente- podría jugar, tal vez
encarnando el ambiguo rol entre femme fatale y heroína bíblica como sugiere su
representación pictórica en el cuadro Judith
y Holofernes (2010), tema que suele ser visto como un paralelo, en el
Antiguo Testamento, del lúgubre destino de Juan Bautista. No olvidemos que la
muerte, y el particular método por decapitación (Autorretrato con serrucho, 2004; Autorretrato decapitado, 2008), ha marcado varias pautas que no
deben pasar desapercibidas en su trayectoria.
Al igual que aquella escultura la
mayoría de piezas que componen esta muestra tiene antecedentes en diversas
telas y ensamblajes de su autoría, una forma natural que desde siempre ha
empleado para desatacar sus intereses, reinventando sus propias quimeras para
potenciar sus sentidos. Así reaparecen aquí versiones tridimensionales de álter
egos como El Solitario George (2009)
y aquella metamorfosis en alimaña que encierra el retruécano kafkiano Gregorio Tzantza (también 2009, o en sus
versiones como Bicho del 2008). Igual
sucede con Ruth La Acróbata (2010) y El Hombre Elefante (2004), que se
sintonizan con varias otras obras que pueblan su trayectoria y que pueden
hablar tanto de aquellas memorias del circo, improntas de infancia, así como de
la atracción por lo bizarro que encontramos particularmente en los inicios de
su carrera.
Las citas y apropiaciones de
“clásicos” como Los Amantes (1928) de
René Magritte y El Violín de Ingres
(1924) de Man Ray junto a la desacralización (indor) futbolera de un Niño Dios,
que al erguirlo de su habitual pose yacente adopta milagrosamente el ademán de
una finta, nos sitúan en un territorio de posibilidades abiertas –de amague y
gambeta semiótica- donde el fervor religioso y la cultura popular, la pulsión
erótica y la de muerte, conviven en la mirada del artista en una tensión
paradojal y seguramente existencial.
Estas esculturas proveen un
sorpresivo y bienvenido contraste al realismo de estilo naturalista que por
algunos años desarrolló e intercaló Velarde con insistencia dentro de su
producción pictórica, particularmente en el período 2004-2007, casi como
declaración pública de protesta frente a las derivas de arte nuevo, y los giros
conceptualistas que se afincaban en el medio. En esos óleos se empeñó en
demostrar una prolija factura para lograr una mímesis fotográfica, técnicamente
irreprochable, pero que –más allá de la nostalgia que muchas veces lograba en
las sensibles invocaciones poéticas de sus elecciones temáticas, carecía la
mayor de las veces de la intriga, la complejidad semántica y la sensación de
inquietud que obras como estas nuevas provocan. Fue en aquel entonces donde los
géneros tradicionales de la pintura como el retrato, la naturaleza muerta, el
paisaje y hasta las estampas costumbristas fueron tratados con cierta monotonía
predecible que no lograba, más allá de un derroche de techné, la alquimia necesaria entre el referente fotográfico y su
traducción pictórica.
Con una reputación establecida
como la que tenía jugar las fichas como lo hizo conllevaba complejas
reacciones: por un lado la sospecha de diversas instancias legitimantes que
guardaban un alto respeto por su trabajo, y por otro la incierta acogida del
mercado respecto a aquella “nueva” obra. Comercialmente resultó todo un éxito,
pero vale recalcar que la obra apeló, preocupantemente como era de esperarse, a
un coleccionismo conservador: se trataba después de todo de un tipo de pintura
que por su afanoso “retorno al orden” se podría caracterizar –si cabe el
término- como “reaccionaria”.
Hay que anotar sin embargo que
nunca hubo nada de inocencia en sus decisiones, viéndolo en retrospectiva
detrás del meditado cálculo de cada decisión (¿qué pintar?, ¿dónde exponer?, ¿a
partir de qué canales y de quiénes proyectarse?, etc.) el artista corrió un
alto riesgo que acarreaba también un auto aislamiento con respecto a la “escena
contemporánea”. A propósito de esto no era la primera vez, diría yo, que tomaba
distancia con algo con lo cual no se sentía cómodo: en los ochenta su
apartamiento de La Artefactoría en la etapa en que sus miembros desarrollaron
gestos poco convencionales tuvo matices similares.
En todo esto inclusive se atisba
un ángulo adicional que en buena ley hay que mencionar, y que tiene que ver con
la sinceridad que atraviesa la premeditación de aquella estrategia: Velarde
disfruta abierta y genuinamente de la sencillez inherente en la pintura de género,
y se otorgó él mismo la “licencia”, no de actualizarla como lo han hecho muchos
(que a mi juicio hubiese provisto una salida adecuada), sino de practicarla en
sus sentidos más tradicionales, al borde de lo anticuado. Por tanto
consideraciones de transparencia y honestidad no complicaban tanto la
integridad de la obra que producía en sí, sino más bien enturbiaban los efectos
simbólicos y retóricos que emanaban de sus elecciones provocando un estado de
franca alienación hacia toda una movida cultural que reconfiguraba a pasos
acelerados viejos paradigmas culturales. No se debe descartar, por tanto, que
vuelva a ejercer esta prerrogativa cuando le plazca.
Con estos precedentes podemos
abordar la deleitante humorada caricaturesca (derivada de Fuente 2, 2008) que, como détournement
situacionista, me invita sin oponer mayor resistencia a reconsiderar como
legítima parodia satírica, en clave de crítica institucional, el paradigmático
gesto duchampiano de transformar un urinario en arte, pese a mi ferviente
feligresía por quien cambió irremediablemente las reglas del arte. La “mierda
del artista” se deposita sin recato alguno en una humilde –y real- bacinilla
firmada por el mismísimo R. Mutt. Esta bufonada, con todo el picante de una
“sapada” guayaca, no deja de encerrar –como las ironías que suele proyectar el
arte más allá de sus intenciones autorales- la esencia que en el ámbito de los
objetos une a Velarde con el inventor del readymade.
El reciente grupo de obras evidencia
una estimulante orientación a la aventura, retoma el grato sentimiento que me
produjo ver, por ejemplo, su fabulosa serie de cuadros inspirados en la casiextinta rotulación popular, nuevamente reinterpretando lo propio y lo local con
sagaces posibilidades que, en contraste, habían convertido su estilo de
aquellos años previos en un tic autocomplaciente y comercialmente cortesano.
El cambio de tono para esta
exposición, ya declarado en su muestra del año pasado, es evidente: el tránsito
de la solemnidad y una nostalgia relamida hacia el humor, el recreo, y el
extrañamiento de aire surrealista que provee un puente que se estrecha hasta
sus trabajos de juventud, de fines de los años 70. Avatares del destino me
tienen ahora, con entusiasmo, ponderando su nuevo trabajo, tarea que abordo
desde la transparencia de un parecer que es solo eso: una opinión basada en una
atenta (y abiertamente prejuiciada) mirada a su recorrido, sin la pretensión de
un veredicto crítico rancio, ni las conjeturas predecibles de un texto de
encargo, o peor aún, haciendo alarde de un dictamen pontificante.
Pero debo declarar lo que
arrastro en mi zurrón mental: son veinte años de un afecto particular. De
conocer a un artista que me marcó de manera importante en mis inicios como historiador
y que me abrió la esperanza de que otro arte era posible en Guayaquil. Desde la
amistad y el respeto mutuo, donde no cabe el adulo ni el acomodo hemos
reconocido ambos, sin tener que precisarlo, los puntos de contacto y distancia
con respecto a nuestro trabajo. Hoy
celebro una muestra cargada de un olfato exploratorio, de riesgos, de refrescantes
descubrimientos e invención, y que aún así no cesa de seguir siendo fiel a lo
suyo. De Velarde siendo plenamente Velarde.
Rodolfo Kronfle Chambers
Guayaquil, 11 de octubre de 2012
Foto RK
Rio Revuelto Bonus Tracks : Fuentes y Registro de taller
Fotos proceso cortesía Jorge Velarde
Simplemente maravilloso.
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