miércoles, mayo 17, 2006

Óscar Muñoz - Disolvencia y Fantasmagorías
Curada por Lupe Álvarez. Museo Municipal del Guayaquil
Mayo del 2006.













Óscar Muñoz. De lo bueno…poco.
Por Rodolfo Kronfle Chambers 16-05-06

Comentar sobre la muestra del caleño Óscar Muñoz inaugurada en el Museo Municipal de Guayaquil conlleva algunos aspectos que trascienden el conjunto de obras en sí. Uno de ellos es el carácter de la “apuesta” a nivel institucional, me refiero a la prácticamente inédita iniciativa de posicionar al museo como un productor y generador de exposiciones y no únicamente como un receptor de estas. Es evidente que la puesta en escena –incluida una impecable museografía que en el caso del Museo Municipal es tema digno de aplauso- y los criterios curatoriales se han planteado con un alto nivel de pulcritud física y solvencia intelectual.

Otro aspecto tiene que ver con la aparición oportuna de esta exposición en una ciudad cuyas coyunturas culturales se encuentran en puntos extremos de estrés y discordia: salvo que se esgrima un cinismo o estulticia rampante podemos tranquilamente asumir que los artistas o públicos de cualquier generación esbocen criterios positivos en cuanto a la obra de Muñoz. Estamos aquí ante un fenómeno interesantísimo que nos permite dilucidar algunas aristas del insulso “debate” en torno a las nuevas prácticas artísticas del medio y la interpelación que de ellas hacen algunos de sus actores.

Me explico. La obra de Muñoz, a pesar de articularse en soportes que poco aparentan vincularse a ortodoxias creativas, tiene sin embargo firmes raíces en los más tradicionales medios y técnicas, a saber: el dibujo, la acuarela o el grabado. El meollo del asunto se encuentra en lo que puede ser visto como un verdadero proceso reflexivo en torno a la representación, sus métodos y los efectos consecuentes derivados de aquellos. En el encuentro con su obra nada está dado o se puede tomar por descontado, nos obliga a repensar todo el proceso constitución física de una propuesta, el cual de manera apabullante se manifiesta de manera integral como una estructura lírica en sus propios contenidos, que van desde la indefinición del sentido del ser, el cuerpo como su sustrato temporal o lo que llamamos alma como su proyección eterna, hasta alusiones a la memoria, transitoriedad, ausencia, muerte, violencia, etc.

En su Teoría Estética Adorno decía que “las obras de arte importantes tienden a aniquilar todo cuanto no alcanza su nivel”, y de aquel talante es el sentimiento que me invade al pasear por esta sala. No solo que como un despliegue de recursos estéticos opaca muchísima obra “tradicional” que se afinca en prácticas de representación cuyos usos no son decantados, sino que también pone en entredicho mucho arte actual donde también ciertas aproximaciones o usos de códigos y referencias devienen en estrategias de sabor mecanizado, manidas, forzadas, y por ende, estériles. Las obras de Muñoz poseen esa cualidad clave de que uno más uno sea mucho más que dos.

La curadora de esta exposición, Lupe Álvarez, recupera en el título de la muestra –“disolvencia y fantasmagorías”- dos aspectos que juegan roles esenciales en este conjunto de trabajos; intuimos en aquellas palabras una referencia a esa inestabilidad de la imagen tan característica y común entre las obras seleccionadas cuyas apariencias son tan disímiles. En cierto modo lo que las unifica es justamente aquello, ese estar y no estar de los objetivos visuales.














Así tenemos Re/trato (2004), magnífico registro en video del obstinado pincel del autor que acuarela su rostro sobre una loza mientras que el sol evapora implacablemente aquellos trazos; una reflexión que a partir de un diálogo con el mismo medio que la produce resulta ontológicamente devastadora, al tiempo que nos deleita además como manjar estético. Otra proyección, titulada Narciso (2002), transita líneas compartidas. Nos ofrece la disolución de otro autorretrato en un lavabo lleno de agua, y por cuyo sifón se evacua lentamente el líquido; en este caso los rasgos se delinean con polvo de carbón (un elemento de connotaciones simbólicas de corte bíblico, que como leitmotiv se hace presente en algunas piezas) que al estar suspendido en la superficie del agua va transfigurando su apariencia hasta culminar en la violenta destrucción de su propia iconicidad.














Aquella propensión a la desaparición es “reflejada” en Aliento (1995), un conjunto de pequeños espejos circulares de acero inoxidable, que al ser empañados por nuestra respiración nos devuelven el rostro fotográfico de seres aparecidos en los obituarios. Un rescate de la memoria que solo se hace viable en nuestra entrega más vital, pero que a su vez desaparece cuando debemos recuperar el oxígeno que nos mantenga, a nosotros, alejados de nuestro propio deceso. Se trata de un intercambio triple: de pulsiones (vida y muerte), de instintos (entrega y propio sustento), y de semblanzas (la propia, la ajena) que nos pone metafóricamente frente a frente tanto con el trance final cuanto con el Otro, y en cierto modo nos da de probar -aunque nuestras propias limitantes nos enrostren la impotencia propia de creaturas terrenales- el poder de un soplo de vida.

















En Intervalos (mientras respiro), del 2005, el artista alude nuevamente a similares imaginarios, un conjunto de seis pirograbados que vuelven a hermanar las connotaciones de la imagen con los medios empleados para obtenerla, en este caso siete retratos del artista cigarrillo en mano, construidos a través de la incineración controlada del papel. A manera de perforaciones ha quemado círculos de variable tamaño, los cuales, según el acercamiento o distanciamiento de la mirada, producen una ilusión óptica similar a la obtenida mediante la trama de puntos conocida en técnicas de imprenta como “Benday dots”, atomizando o consolidando así la solidez de la imagen, cosa que se potencia además por el juego de sombras que su porosidad produce en la pared.















Las obras más antiguas que se incluyen, y que ya revelan un crac respecto a la obra figurativa anterior de Muñoz[1], son los Tiznados (1990-1991), un conjunto de carboncillos donde el dibujo, más allá de la representación directa, se entiende como huella. En esta serie se esbozan en minucioso detalle las heridas y rasgos de piel de diversos cadáveres, compuestos sin embargo de tal manera que dilucidar aquello resulta difícil y -por ende dado el tratamiento sutil- ausente de morbo.

El título de la instalación Lacrimarios (2000-2001) nos remite a los frasquitos de vidrio –comúnmente llamados lacrimatorios- encontrados en los antiguos sepulcros romanos. Se trata de un conjunto de pequeños recipientes cúbicos de cristal, llenos de agua, y en cuyas superficies se ha posado –mediante una malla serigráfica- varias imágenes fotográficas logradas en polvo de carbón. Otra vez entran en juego una serie de procesos físicos y ópticos (condensación, evaporación y proyecciones obtenidas a través de las variables climáticas propias de la sala y de la reflexión de luz) los cuales sumados a la carga semántica de los materiales empleados en su trabajo –claramente asociados además a los elementos (tierra, aire, agua, fuego)-, y al transcurso e incidencia del factor tiempo en ellos, connotan distintos efectos y cargas emocionales sobre la imagen y su proceso de decadente transformación.

Estas obras posibilitan además, por supuesto, lecturas de corte político que tienen que ver con el contexto social que enmarcaba su aparición, me refiero al de la extrema violencia que hacía presa de un país como Colombia. El artista aparenta no negar estas asociaciones, pero a su vez intuimos una predilección por desprenderse de la circunstancia específica, y así aspirar a que el trabajo no dependa de referencias que puedan ser ajenas a muchos espectadores, o que requieran de excesivos apoyos textuales para activar sus significaciones. En suma estamos ante un trabajo afín a un sostenido ejercicio fenomenológico, y que a pesar de lo evidentemente cerebral de sus métodos y aproximaciones se torna en un aluvión de sutiles poéticas que no solo nos llegan a maravillar, a estremecer, sino que también nos hacen tomar conciencia de las limitaciones expresivas de nuestro espectro lingüístico para transmitirlas.[2]

[1] El artista reconoce la serie de Cortinas de baño (1986) –cuya presencia en la muestra no se logró gestionar- como un punto de inflexión clave en aquel giro.
[2] Sobre la reflexión que está implícita en estas líneas quisiera compartir otro pensamiento de Adorno, el cual trata sobre un tema que en nuestro mundillo artístico ha sido manoseado de la manera más interesada y promiscua para intentar categorizar el arte: “Sentimiento y razón no son absolutamente diferentes en el hombre y en su misma separación siguen siendo mutuamente dependientes.”

No hay comentarios.:

Publicar un comentario