viernes, octubre 30, 2009

Sara Roitman - Imperdible





SARA ROITMAN: TEATRO DE SIGNOS

Empiezo aventurando una pregunta, y una respuesta provisional: ¿Qué es un artista visual? Quizá, aquel que usa las imágenes para organizar su tiempo, su mundo, para expresar su lugar en la realidad. Repasando esta antología personal, este collage de fotos que conforman Imperdible, no es difícil darse cuenta que antes que una fotógrafa, Sara Roitman es una artista que emplea la fotografía para comunicarnos su particular experiencia del tiempo y del mundo. Por eso, la mayoría de sus fotos son una especie de ensayo autobiográfico.

Al “trazar una topografía de la práctica fotográfica tal y como se presenta hoy en día”, la historiadora y crítica norteamericana Abigail Solomon-Godeau, establece “una oposición entre una fotografía artística institucionalizada y las prácticas artísticas posmodernas que utilizan la fotografía”. Es dentro de estas últimas que se inscribe el trabajo de Roitman. Pues todo lo que ha hecho es desplegar “una imaginería profundamente implicada en la producción de sentido, ideología y deseo”[1], pero también indagar en las posibilidades del medio fotográfico, reponiendo –a la luz de ciertas experiencias vanguardistas– la noción de opacidad frente a la idea de transparencia que habitualmente se adjudica al lenguaje de la fotografía.

Roitman echa mano de la cámara para dar sentido a su experiencia vital, ese tour de force que empieza en su temprana infancia, en su natal Santiago de Chile, cuando es internada en una escuela de monjas y más luego llevada por su madre a Jerusalén –el lugar de sus mayores–, donde será, a su vez, enviada a residir en un kibbutz (la famosas comunas agrícolas israelíes). Así, en tres ocasiones la madre aparta a la hija: de la casa, del lugar natal, en suma del seno materno.

Sin ánimo de psicoanalizar su trayectoria, no cabe duda, que esta conflictiva relación con la madre va a convertirse más tarde en uno de los resortes afectivos de su obra: de un modo acaso inconsciente pero recurrente, la fotografía de Sara Roitman no es sino la búsqueda más o menos secreta de un objeto perdido, y de todo aquello que le fue negado: el cuerpo materno (véase aquel inquietante brasier de Todo sobre mi madre, erizado de alfileres a manera de un cilicio, o el emotivo primer plano de las manos de aquella aferrando un racimo de uvas; representaciones que cifran, sucesivamente, una suerte de castigo y rehabilitación simbólicos), que de algún modo se prolonga en ese melancólico repertorio de muñecos y muñecas (casi siempre antiguos, rotos, desmembrados), objetos a los que con el paso de tiempo –a partir de su itinerario algo forzoso–, se sumarán los de su raza, es decir, de la patria igualmente perdida: el candelabro y el pan judíos, las fotos del álbum familiar, etc. De tal modo que en Sara cada objeto encontrado –pues no colecciona muñecas, juguetes ni fetiches, sino que se tropieza con ellos fortuitamente; digamos que ante esa carencia o ausencia originaria, ha desarrollado la capacidad de detectar su irrupción– es primordialmente un objeto re-encontrado, mejor aun recuperado, y como tal impregnando con “el sabor de lo perdido”, para decirlo con un verso de Borges.

Por eso el título de este libro, es otro hallazgo feliz, pues además de nombrar al alfiler que aparece en algunas de sus fotografías como símbolo de reconciliación y abrochamiento con la cultura y el cuerpo maternos –cerrando figuradamente ese corte matriz–, también nombra lo que no puede perderse, aquello que una vez extraviado y rehecho a partir de los fragmentos y las huellas de la memoria, la artista ha sabido salvar y aspira a preservar como testimonio de su tránsito, como prueba de su travesía.

En Sara el papel fotográfico es una partitura sujeta a un sinfín de composiciones y variaciones, y ante todo pautado de símbolos. Esos símbolos, muchas veces extraídos de otras fotos –ya coetáneas o antiguas–, son signos de su identidad individual y colectiva. Una y otra vez Roitman reitera su procedencia y pertenecía al pueblo judío, y como tal su condición de emigrante y nómada. No en vano, el transito y el viaje, son algunos de sus temas constantes.

Así sus fotos, particularmente las de la serie Yoes (el primer escalón importante de su obra), lucen como patchworks, como un tapiz de citas y fragmentos cogidos con imperdibles (su foto de niña, la de su madre joven, la estrella de David sutil y poéticamente impresa sobre un trozo de gasa como soporte de la herida primitiva). Por otro lado, el cuerpo de la artista (sujeto central en este ejercicio de autorrepresentación), aparece siempre fraccionado: cabeza, tronco y extremidades son los objetos parciales que su lente captura como un modo significar la implosión, la escisión íntima que experimenta su conciencia, y por supuesto la identidad plural derivada de su desposesión original y de su posición nomádica. Estas sinécdoques de su anatomía, funcionan también como símbolos del tránsito y la errancia: los pies descalzos o los zapatos vacíos sobre la tierra, y por extensión –o proyección imaginaria– sobre el terruño, o sea, sobre la tierra propia (llámese sagrada o prometida).

Adicionalmente, en Yoes aparece por primera vez un elemento que se convertirá en un rasgo estilístico de Roitman: el diseño dicromático, donde el duelo entre el rojo y el negro, como colores opuestos redunda en la dimensión conceptual de la obra, pues los campos de color son también campos significantes, al tiempo que en esa multiplicación de planos y ventanas pareciera haber la intención de fracturar los límites bidimensionales de la fotografía.

André Gunthert ha definido la fotografía artística como “un teatro de construcciones imaginarias”. Si consideramos que la obra fotográfica de Sara es un teatro de símbolos, la fórmula de Gunthert nos sirve para acercarnos al trabajo más relevante de Roitman: Yoes, La maleta, Futuro imperfecto I, II, III. Futuro imperfecto percepciones limitadas de tiempos paralelos, y Evidente-invisible.

En La Maleta, Sara organiza simbólicamente su propio país portátil combinando pertenencias personales (zapatos, muñecos, llaveros, un corsé) con elementos emblemáticos de la liturgia judía (la Menorah, los peces). Con este doble bagaje, con estos dispares efectos emprende su travesía imaginaria, opera el simulacro del viaje. Su desprotección y vulnerabilidad ínsitas, quedan subrayadas cuando atraviesa desnuda el espacio, el campo fotográfico.

Para revelar su identidad, Roitman lleva a cabo un laborioso proceso químico y digital, echando mano de diversos medios. La imagen matriz la constituyen una serie de fotos en blanco y negro, tomadas de las pantallas de rayos X utilizadas en los filtros de seguridad aeroportuarios. Este singular procedimiento no sólo confiere a la obra su particularidad visual, sino resulta de gran pertinencia retórica en tanto abona la propuesta conceptual: traficar con las señas y las huellas que configuran su identidad, haciendo pasar por equipaje las insignias de su raza, los objetos que metonímicamente nombran el exilio y el desarraigo (las llaves que abren y cierran las puertas de las residencias temporales, los muñecos que evocan simultáneamente la infancia atribulada y la gente que se queda o se deja atrás), y los instrumentos de su periplo vital (el calzado y el corsé metálico que ciñó su cuerpo tras un accidente, respectivamente artículos de una memoria sensual y traumática). Ante los filtros aeroportuarios las mudas de cada maleta lucen como las cajas de una buhonería ex-céntrica, como el cajón el de un buhonero judío. Y si recordamos que en muchos pasajes de la historia los emblemas de la nación judía han sido especies prohibidas por las leyes, diríamos que esta obra Sara contrabandea discursivamente con ellos.

Este registro primigenio es revelado en laboratorio y luego manipulado en computadora hasta su impresión digital. Así la travesía, el pasaje que la artista finge llevar a cabo reconstruye analógicamente los trasvases mecánicos y técnicos a los que ha sometido su material, vuelve a recorrer el trayecto de la imagen. Del mismo modo que a una identidad ex-céntrica, fuera de su centro, parece corresponder el recurrente desencuadre o descentramiento del objeto fotográfico.

Fracturando la noción clásica de centrado, Roitman subraya el ostensivo contraste de su apuesta cromática: el fondo nocturno, del que emergen las maletas como presencias fantasmales, como los espectros fosforescentes e incandescentes de la memoria, al tiempo que “introduce una fuerte tensión visual, al tender, el espectador, más o menos automáticamente, a querer recuperar ese vacío”, una de las características de las imágenes excentradas, según Jacques Aumont. [2]

Cabe finalmente destacar la dimensión teatral, o mejor dicho performática de esta obra, pues en ella la artista actúa su mudanza. Esta performatividad la retomará en varias ocasiones, por ejemplo en Futuro imperfecto: percepciones limitadas de tiempos paralelos, donde el tema del tiempo es fundamental y ha sido alegóricamente recreado. Como en un episodio y un paisaje oníricos, una mujer sobre zancos y un hombre, insolados, aislados una de otro, comparten un descampado árido y deshabitado. Se trata de las ruinas de Rumicucho, en la Mitad del Mundo: mirador, fortín, sitio ritual precolombino (topografía que la artista ya había visitado en la provocadora foto de su amigo William y la anciana indígena). Desde esta oportuna locación, desde este recinto sagrado la artista empieza a significar su idea de tiempos paralelos, es decir: la conflictiva “heterogeneidad multitemporal”, que según García Canclini definiría la modernidad latinoamericana. Esta es la particular manera en que Sara recrea el futuro imperfecto, ese tiempo absoluto que expresa una acción venidera, una acción en continua producción.

En Evidente-invisible, su más reciente trabajo, vuelve a emplear los procedimientos técnicos de La maleta y su característico esquema cromático con la intención de poner al descubierto, de hacer evidente lo que se quiere invisible: el tráfico de personas. Pero, en vez de seres humanos, lo que las radiografías revelan es una procesión de muñecos (los fetiches mayores de Sara) o la silueta de Micky Mouse, risueño tropo visual que le permite un distanciamiento irónico de un tema complejo y delicado, redundando en su eficacia comunicativa al despojarlo de cualquier patetismo o sentimentalismo.

Entre estas obras, sucintamente descritas y comentadas, Sara ha realizado varios ejercicios de transición, vale decir de estilo, ya sea documentando ciertos aspectos folklóricos y pintorescos de nuestra tradición cristiana y pagana, de la religiosidad popular (aquellos corazones-vulvas tachonados de exvotos, o los disímiles desfiles de Semana Santa en Quito y Alangasí, con sus atormentados nazarenos infantes, o con sus rijosos diablillos respectivamente); hurgando en otras manifestaciones más o menos ocultadas de la vida contemporánea –pues sacar a la luz lo escondido, correr el velo de lo invisible, es una de sus operaciones estéticas predilectas, como el retrato de los Transexuales en Trans-Machala; arreglando esos paisajes cuasi futuristas de Ángelus, o bien o suscitando el resplandor del deseo, la descarga erótica, en aquella serie de desnudos donde la interacción de las muchachas semeja la celebración de un ritual dionisíaco. Expresiones, varias de ellas, de lo que con humor Sara llama “un kitsch controlado”.

Desde la sofisticación mediática al documento casual, de la elaboración conceptual al regodeo en lo pop y kitsch, Sara Roitman ha hecho de la fotografía un ejercicio de creación y libertad –por encima y por debajo de las prescripciones académicas y del mercado; un largo diálogo con sus demonios y fantasmas, ajustando algunas veces –distraída o propositivamente cuentas con su pasado, pero sobre todo mirando el presente con la generosa y alegre atención con las que observa y trata los seres y las cosas, para que nada se le vuelva a perder, para que lo mirado y lo vivido sean parte de un futuro menos imperfecto.

Cristóbal Zapata

Cuenca, agosto 24, 2009.


[1] Abigail Solomon-Godeau, “La fotografía tras la fotografía artística”, en Arte después de la modernidad, Marcia Tucker ed., Madrid, Akal, 2001, pp.80-81.

[2] Jacques Aumont, La imagen, Barcelona, Paidós, 1992, p. 167.

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