LOS HIJOS DE CLOVIS
“las alegorías son en el reino de los pensamientos
lo que las ruinas en el reino de las cosas”
Walter Benjamin
Las muestras recientes de María José Argenzio evidencian
ambiciosos y cuidados valores de producción. Los demandantes requerimientos que
involucran son rara avis dentro de la escena local, y dan cuenta de un
obstinado compromiso con sus ideas si tan solo consideramos que la escala de
sus propuestas juega totalmente en contra de su viabilidad comercial.
Los cuidados despliegues escenográficos que
involucran sus trabajos toman muy en cuenta las características físicas y
simbólicas de los espacios intervenidos, al punto de que los rasgos
arquitectónicos del entorno y las maneras como estos sugieren una relación con
la obra pasan a jugar un papel fundamental en la percepción de la misma.
A primera vista la manera en que se emplazan
los elementos de su instalación parece jugar con la noción surrealista de “lo maravilloso”,
aquella defamiliarización mental que ocurre cuando se aísla un objeto de su
contexto, liberándolo de sus significados habituales para exponerlo a otros
nuevos. Es en esta operación donde se configura el discurso alegórico, el cual
-como ha identificado Benjamin- se caracteriza por su duplicidad: el objeto se
torna inexpresivo y al mismo tiempo se carga de una expresividad desenfrenada.[1]
Cuando se congela el objeto se lo enviste de un
potencial para significar, y si el procedimiento es exitoso aquel significado
siempre va a estar descentrado y renuente a plegar a una comprensión unívoca y
plena: puede contener e irradiar un “bricolage” de componentes. A esta
capacidad evocativa que encierra la alegoría contribuye además el sugerente
título, un guiño a una obra clave de uno de los más celebrados pintores de la
era victoriana: “La educación de los hijos de Clovis” de Sir Lawrence
Alma-Tadema.
Es evidente que en estas nueve columnas
corintias distribuidas dentro y fuera de la galería, extrañamente emplazadas y
fuera de sitio, se ha anulado su función de soporte estructural, para enfatizar
en cambio la rimbombancia de su forma, su aspecto decorativo y los estereotipos
que proyectan como guardianes de un canon –y un orden social- rancio y
adocenado. Claves para detectar este tipo de impugnaciones que cautivan a la
artista los descubrimos ya en un par de video-performances que tocan, en esos
casos, temas relativos a la construcción tradicional de género (7.1 kilos, 2009-2011 y Demi Plié, 2012).
Aunque su trabajo pueda proyectarse hacia
diversos ámbitos, de las obras citadas se desprende que el mismo se gesta a
partir de una tensa matriz vivencial, donde se intersecta la experiencia
personal de su crianza guayaquileña con la sacudida concreta de retornar a
vivir, luego de 14 años de su residencia londinense, en un contexto como el
local, que va a su vez redefiniéndose a pasos acelerados.
La atracción que genera la imponente fisicidad
de la obra, e inclusive la incomodidad que produce en el espacio al
obstaculizar la circulación por la sala, o entorpecer el paso por las puertas,
invita a navegar en los mensajes que encierra. Detrás de esta extraña columnata,
cuyos elementos se reiteran de manera exagerada y aparentemente inútil, se
refuerza el interés de la autora por indagar dónde residen ciertos “pilares”
del comportamiento social que nos condicionan como individuos, en distintos
grados, según nuestra extracción y nuestras ambiciones.
Para tal efecto Argenzio hurga en el dato
cultural que encierran los órdenes clásicos, queriendo destacar el rol
simbólico e histórico que juega la arquitectura en la conformación de los
estratos sociales, y la manera como esta contribuye a configurar –cuando hay
afán de por medio- una imagen de poder.
El trabajo de la artista suele subrayar las
cualidades físicas de su propia ejecución, remitiendo al espectador al proceso
mismo de un “hacer”. El empleo de técnicas artesanales, cuya frágil permanencia
amenaza la integridad de sus piezas, se ha convertido también en un recurso que
reaparece en su obra, situándonos en un escenario paradójico donde se hace
obvia la demanda de una mano de obra intensiva para obtener resultados que, sin
cuidados dedicados, serán apenas temporales. El hecho de que haya decidido
recubrir las columnas con fondant y pastillaje
pastelero (perfectamente comestible y con su delator aroma a almendra), como si
fuesen tortas festivas, puede hablar justamente de un mundo artificial y de falsas
apariencias, de envejecidas tradiciones cuya continua reproducción a través de
generaciones conlleva a su vez el lamentable y desapercibido correlato sobre sus
crecientes vacíos de sentido.
Casi siempre sus objetos se encuentran
recubiertos por materiales que trastocan su misma naturaleza; recordamos su
planta de banano revestida en pan de oro, y sus árboles y frutas forradas de
cabuya. El frágil método de repostería que ahora emplea, a manera de maquillaje,
vuelve a dar cuenta de su fascinación por el velo. Esta insistencia en las
capas es clave en la configuración de sus metáforas, invitándonos a penetrar en
ellas a partir de una perspectiva crítica.
Y es entonces que nos confronta con la urgencia
derivada de varias interrogantes: ¿es posible recrear en ciertos enclaves de
nuestro contexto aquella época de paz, prosperidad y refinamiento que vivió
Alma-Tadema (de cuya pintura del palacio del Rey Clovis parecen salir estas
columnas)? ¿es compatible esta fantasía con la realidad? ¿se “educa a los
príncipes” que crecen en este protegido entorno?...
Desde su concepción esta instalación,
engañosamente robusta, se encuentra condenada a una inminente transitoriedad, a
interpretar un rol en un drama trágico: las ruinas en que potencialmente se
transforme no dejarán sin embargo de ser pomposas, y probablemente si sucumben
–como sucede con toda pátina añeja- sus vestigios aún poseerán cualidades de
ornamento, y sus fragmentos un melancólico culto al deterioro. He ahí la
alegoría mayor, en aquel sentido de estrategia crítica que defendía Benjamin:
las ruinas que proyectemos deberían recordarnos que no solo la arquitectura,
sino toda estructura social y cultural, eventualmente claudica y se derrumba.
Esta instalación termina sintiéndose al final
como un solemne poema arquitectónico, una suerte de maqueta quimérica hipertrofiada
que adquiere una presencia escultórica de aire monumental, cuyo magnetismo alegórico
asalta el pensamiento: confrontar el emblema de la ruina futura invoca nociones
de tradición, de historia y del lugar del individuo en relación a ellas.
“La ruina no es simplemente el residuo que
queda cuando la monumentalidad se ha marchitado, y el arruinarse no implica
necesariamente una pérdida, sino más
bien un desplazamiento en el
significado y la monumentalidad de la arquitectura."[2]
Esta potente reflexión de Naomi
Stead, vigente a lo largo de la historia hasta nuestros días, sirve para
recordarnos no solo de la finitud inmersa en la monumentalidad de toda
“construcción”, sino para advertirnos del dejo moralizante con que
inevitablemente hablen sus escombros.
Rodolfo Kronfle Chambers
Samborondón, 26 de octubre de 2012
[1] Todas las referencias a Benjamin provienen
de: Benjamin, Walter. “El origen del Trauerspiel
alemán” [1928], en Obras. Abada, Madrid, 2006.
[2] The Value of Ruins: Allegories of Destruction
in Benjamin and Speer
Naomi Stead,
University of Technology Sydney, consultado en http://naomistead.files.wordpress.com/2008/09/stead_value_of_ruins_2003.pdf. La traducción es mía. El texto original fue
publicado como ‘The Value of Ruins: Allegories of Destruction in Benjamin and Speer’,
Form/Work: An Interdisciplinary Journal of the Built Environment, no. 6,
October 2003, pp. 51-64.
Registro fotográfico: RK
PRENSA:
http://www.telegrafo.com.ec/cultura/item/estructuras-escrutadas-o-de-como-los-hijos-de-clovis-se-educaron.html
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http://www.telegrafo.com.ec/cultura/item/estructuras-escrutadas-o-de-como-los-hijos-de-clovis-se-educaron.html
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