El artista ecuatoriano Tomás Ochoa exhibe en Quito luego de 10 años de estancia en Europa. La muestra se inaugura en Arte Actual- FLACSO el 7 de Julio e incluye una video instalación y pinturas en las cuales la pintura ha sido reemplazada por pólvora.
Bajo el título “Cineraria” (Urna en la que se depositan las cenizas de los muertos) Ochoa analiza las relaciones neo-coloniales y navega por la memoria colectiva del imperio. Esta travesía comienza con las ruinas que dejó la transnacional estadounidense, South American Development Company en el pueblo minero de Portovelo a principios del siglo XX. La muestra se inicia con imágenes de gran formato trabajadas por el artista con una sofisticada técnica en la cual la pólvora encendida deja su rastro de fuego y cenizas sobre el soporte generando la imagen y redimensionando las fotográficas de esa época. El fuego hace surgir a la luz los rostros y las escenas perdidas de la explotación minera.
Esta muestra se completa con una instalación de video simultáneo en tres canales, con el propósito de recuperar historias y memorias suprimidas. En él se recogen los testimonios de tres mineros de la SAD Co. y se analizan sus estrategias de resistencia. Estas memorias de la explotación se completan a su vez con un recorrido de una cámara subjetiva por los vestigios de la mina y por la escenificación de algunas de las acciones que narran sus protagonistas. (BOLETÍN DE PRENSA)
“CINERARIA”
En esta serie planteo un ejercicio alegórico, a partir de fotografías de archivo, tomadas a principios del siglo XX en el enclave minero de Portovelo- Ecuador, en el que la compañía norteamericana S.A.D.C.O explotó sus minas de oro. El paradigma de la obra alegórica –como lo plantea Craig Owens– es el palimpsesto: un texto que se lee a través de otro. El alegorista no inventa imágenes, las confisca. No se trata de reestablecer un significado original que pudiera haberse perdido, más bien de añadir un nuevo sentido a la imagen y suplantarla. Dichas fotografías –tomadas por el gerente de la compañía de ese entonces– han sido ampliadas a grandes dimensiones, sustituyendo el grano fotográfico –el efecto de la luz sobre las partículas de los haluros de plata– por granos de pólvora, la cual al ser quemada deja una impronta de fuego y cenizas sobre la superficie del nuevo soporte. Con esto, intento pervertir los originales y plantear una expansión de campo de la fotografía hacia la pintura y el performance.
Los textos que acompañan a estas imágenes corresponden a los testimonios de cuatro mineros centenarios que un día trabajaron para la S.A.D.C.O. y son un intento por restituir una memoria colectiva contrastándola con una iconografía que forma parte del relato colonial
La acción de “quemar” las imágenes podría tener una función catártica. Sin embargo, esta purga de fuego conlleva una paradoja: Desde una perspectiva psicoanalítica este acto simbólico implicaría la eliminación de recuerdos perturbadores pero mi acción supone una exacerbación de la memoria porque las fotos quemadas perviven y se redimensionan por la acción del fuego. A lo largo de la historia de la fotografía lo determinante siempre ha sido la mirada. En esta serie las imágenes confiscadas proceden de una mirada colonial que al ser incineradas no desaparecen, por el contrario se recrudecen, de modo que se acentúe la violencia que está implícita en esa mirada, aquello que me hiere. Una paradoja que no se resuelve, tal como ocurre con la contradicción inherente que existe entre los signos e imágenes grabados en una urna cineraria y las cenizas que contiene.
Tomás Ochoa
Pintura punctual y explosiva.
[Meditaciones en torno a la etnografía crítica de Tomás Ochoa].
Fernando Castro Flórez.
“Los que están destrozados, ¿cómo lo hacen? Los impávidos, ¿de qué están hechos? Una vez todo ha terminado, ¿qué respiran? Una vez todo está en calma, ¿qué oyen? Cuando lo derribado ya no se vuelve a levantar ¿cómo andan?¿Dónde encuentran una palabra?¿Qué viento sopla sobre sus pestañas?¿Quién les abre los oídos a los muertos?¿Quién echa aliento al nombre que ha quedado helado? Cuando se apaga el sol de los ojos, ¿dónde encuentran luz?”[1].
La banalidad está hoy sacralizada, cuando, parodiando a Barthes se llega al grado xerox de la cultura; el arte está arrojado a la pseudorritualidad del suicidio, una simulación vergonzante en la que lo absurdo aumenta su escala[2]. Faltando el drama nos divertimos con la perversión del sentido: las formas de la referencialidad tienen una cualidad abismal, como si el único terreno que conociéramos fuera la ciénaga. Después de lo sublime heroico y de la ortodoxia del trauma, aparecería el éxtasis de los sepultureros o, en otros términos, una simulación de tercer grado. Estamos fascinados por el tiempo real y, sin duda, las estrategias de mediación sacan partido de ello dando rienda suelta a lo obsceno, siendo la sombra de esos desvelamientos la evidente rehabilitación del kitsch. Hay que contar con la obscenidad que nos corresponde, sin que eso suponga que tengamos que aceptar la estética de la literalidad[3]. Aunque hay un regodeo patético en lo evidente, afortunadamente también hay artistas capaces de generar propuesta de carácter alegórico que huyen tanto de lo obvio cuanto de lo obtuso; tal es el caso de Tomás Ochoa, cuyos cuadros sombríos, realizados a partir de fotografías de trabajadores de las minas que en Ecuador (concretamente en Portobello) explotó la South American Development Company desde 1860 hasta aproximadamente 1940, tienen una intensa tonalidad política sin caer en la agotada “retórica de las consignas”. Aquella búsqueda del oro genero, no cabe duda, algo peor que la escoria, fue un sistema esclavista en el que los trabajadores eran, literalmente, lo invisible, aquello que en realidad no importaba nada.
La obra de Tomás Ochoa me toca o, mejor, es punzante[4]. Recordemos aquella visión barthesiana de la fotografía como lo que conjuga en un mismo sistema la muerte y el referente. Hay un sustrato “fotográfico” en la obra de Tomás Ochoa que impone a la mirada del espectador zonas de punctualización. El punctum es cualquier marca cuyo repetición y reiteración está estructurada. Esa relación con un referente insustituible es, en el caso de Tomás Ochoa, un obstinado aproximarse al angustiante fluir de la subjetividad del trabajo invisibilizado. No solamente da la palabra al otro sino que recupera los rostros de los sometidos, trabaja en defensa del punto de la singularidad, eso que irradia y se hace memorable[5]. En La Cámara lúcida, Barthes señala que todo lo que decimos sólo trata de ocultar la afirmación única: que todo debe desaparecer y que sólo podemos seguir siendo fieles mientras velemos sobre ese movimiento que se esfuma, al que algo en nosotros que rechaza cualquier recuerdo pertenece ya. Sabemos que hay una enunciación imposible: “estoy muerto”[6]. El estigma o el contrapunto[7] que Tomás Ochoa pone en primer término como algo candente no es el de la anécdota o el del detalle pintoresco sino el de la violencia colonial. La inquietante extrañeza a la que remiten las obras de este artista tiene que ver, por emplear meditaciones freudianas, con algo que ha sido reprimido y ha retornado; pero no se trata de el rastro de un complejo infantil[8] ni tampoco asistimos al proceso de la sublimación sino que Ochoa, con gran vigor y honestidad, plantea una arqueología del semblante del otro a partir de la mirada dominante.
En algunos de sus extraordinarios vídeos ya emprendía una arqueología que era tanto la de lo industrial abandonado cuanto la de la fuerza de trabajo alienada. En el tríptico de Sad Co – The Blind Castle (2003), una impactante vídeo-instalación, disponía el espacio ruinoso de la industrialización, la deriva por él de los mineros actuales y los testimonios de los que trabajaron allí. Del testimonio empático a la reconstrucción de una zona que tiene algo de espectral. En todo momento el cuerpo de los mineros desmantelaba cualquier poética “romántica” o regresivamente nostálgica. Tomás Ochoa muestra esos cuerpos embarrados por lodo de las minas para aproximarnos en precario anhelo de riqueza[9]. En la serie de los cuadros de pólvora lo que deconstruye, insisto, es la mirada del colonizador que fotografía, por ejemplo, a una dama transportada en andas, como si fuera una virgen, a puro “lomo de indio”. Tomás Ochoa se apropia o confisca las fotografías de la gerencia de la mina, desplegando su ejercicio alegórico que guarda relaciones, evidentemente, con la estilística apropiacionista que se desarrolló en los años ochenta y que es uno de los elementos vertebrales del postmodernismo. “Las descripciones formales del arte modero eran topográficas, organizaban la superficie de las obras de arte en orden a determinar sus estructuras, mientras que ahora se hace necesario pensar en la descripción como una actividad estratigráfica. Esos procedimientos de cita, extracto, encuadre y escenificación, constitutivos de las estrategias que utilizan las obras de las que he hablado antes, exigen el descubrimiento de estratos de representación. No hace falta decir que no buscamos fuentes u orígenes, sino estructuras de significación: debajo de cada imagen hay siempre otra imagen”[10]. Esa estratigrafía no conduce, en ningún sentido, hacia un cultismo pseudo-erudito, ni hacia una fosilización irónica, antes al contrario, revelan un ánimo artístico rebelde, en el que lo diferente interviene en la obra sin que neutralice su diferencia.
Con todo, a Tomás Ochoa no le interesa, ni mucho menos, copiar lo que ya está copiado[11] sino que quiere focalizar lo silenciado. Tampoco va a repetir la estrategia de lo “refotográfico”, a la manera de Sherry Levine, sino que va a proponer una hibridación pictórica. Por medio de un sofisticado proceso serigráfico convierte las moléculas de plata de la fotografía en pólvora quemada. De la instantánea rescata la idea de “fogonazo”, en un singular performance pictórico que pone en primer término la idea de peligro o la alusión a un imaginario explosivo. “Me interesa –dice Tomás Ochoa- conceptualmente la relectura de la historia”, no para volver a los relatos establecidos, sino para tomar en cuenta “las historias que no han pasado a la historia oficial”. Se trata, al mismo tiempo, de una historia candente y de un rastro de ceniza, de algo oculto y, valga la paradoja, revelador. Por medio de sus videos y pinturas híbridas, Ochoa da cuenta de lo que no se ha contado en Ecuador, de la explotación de sus recursos y riquezas por parte de los americanos. No es ciertamente una historia de gloria sino de ruina o, mejor, se trata de un conjunto de historias de seres anónimos. Si para el capataz, el gerente o los propietarios, los trabajadores no eran nada o tan sólo eran el “decorado” de su éxito, Tomás Ochoa los convierte en “protagonistas”, amplia sus cuerpos y sus rostros, despliega un proceso de subjetivación del excluido[12].
Frente a una tendencia a monumentalizar los documentos de la dominación colonial, Tomás Ochoa subraya la dimensión de violencia de la propia estrategia representativa. Su rastro de fuego y pólvora corresponde a la mirada de los explotadores que veía al “nativo” como si fuera algo semejante a una especie botánica. Las fotografías originarias estaban entre lo antropológico, la “zoología” y el discurso fisionómico incapaz de comprender su estructura ideológica. Lo que vemos no es otra cosa que un sistema de control, en el que las órdenes y la disciplina biopolítica está aparentemente borrados. Basta ver a los gringos a caballo y a los ecuatorianos esclavizados para comprender que hay la historia es pura discrepancia. En vez de la damnatio memoriae, un recuerdo candente, un testimonio, literalmente, explosivo: lo polvoriento fue reactivado por la pólvora. Tomás Ochoa busca una performatividad de las imágenes que haga que retorne lo reprimido[13]. En cierta medida su actitud es la de la historia como Jetztzeit, a la manera benjaminiana, como imagen que tiene casi carácter redentor: “Al pasado sólo cabe retenerlo como imagen que relampaguea de una vez para siempre en el instante de su cognoscibilidad. […] Por cuanto es una imagen ya irrevocable del pasado que amenaza con disiparse con todo presente que no se reconozca aludido en ella”[14]. El desplazamiento post-histórico y, simultáneamente, arqueológico de Ochoa permite liberar aquello que no se podía decir en las fotografias pero que, sin embargo, estaba implícito en ellas.
Que lo apocalíptico, como el arte, sea “cosa del pasado”, valga este guiño hegeliano, no quiere decir que se haya realizado e incluso determina un tiempo por venir en el que solo puede suceder lo peor: verdadera sublimidad catastrófica. Cuando faltan las palabras llega, más que el sentimiento sublime, la descarga violenta que pone las cosas en su sitio (en la escombrera de la demolición), algo que el terrorismo utiliza sin escrúpulos[15]. Tomás Ochoa no recurre ni a las consignas tópicas ni a un realismo “terminal”, lo que a él le interesa es dejar la interpretación abierta, obligando al espectador a pensar lo que ahora ve. Las presencia subjetivas de sus cuadros tienen algo de fantasmal; un material impredecible como la pólvora deja un rastro sombrío. La obra de arte se entiende como función del velo, instaurada como captura imaginaria y lugar del deseo, la relación con un más allá, fundamental en toda articulación de la relación simbólica: “se trata del descenso al plano imaginario del ritmo ternario sujeto-objeto-más allá, fundamental en la relación simbólica. Dicho de otra manera, en la función del velo se trata de la proyección de la posición intermedia del objeto”[16]. Hay que intentar atravesar (traverseer) la fantasía, sabiendo que el sentido, tal y como mostraron Lévi-Strauss o Lacan, probablemente no sea más que un efecto de superficie, un espejismo, una espuma. La lectura sintomal denuncia la ilusión de la esencia, la profundidad o la completud en beneficio de la realidad del recorte, la ruptura o la maduración. El arte está siempre intentando hacerse con la “otra escena”, esto es, con ese lugar en el que el significante ejerce su función en la producción de las significaciones que permanecen no conquistadas por el sujeto y de las que éste demuestra estar separado por una barrera de resistencia. Es la caída del sujeto que se supone que sabe lo que se opone a la noción de liquidación de la transferencia. El arte puede desbaratar lo que impone el síntoma, a saber, la verdad. En la articulación del síntoma con el símbolo no hay más que un falso agujero[17]. La sintomatología de Tomás Ochoa es la de una historia (re)velada, de un pasado silenciado más que catastrófico que sigue gravitando sobre el presente por más que sea nombrado como “post-colonial”.
“Ahora que los centros –apunta Serge Guilbaut- están condenados a copiar ellos también, que la noción de originalidad se ha disuelto en la desconfianza, los artistas de la periferia se han convertido a su vez en promotores de discursos que se ajustan más a la realidad postmoderna. Hace lustros, su trabajo consistía en la copia y la reutilización de conceptos puestos sobre el obrador en el centro. Su habilidad para manipular el doble sentido, la ironía y el sobreentendido los ha reubicado”[18]. El deseo estético-político de Tomás Ochoa le lleva a punctualizar lo subjetiva e históricamente periférico. Esos individuos que el rescata de fotografías coloniales estaban allí “borrados” o, por jugar con una noción lacaniana, barrados. Aquel sujeto barrado[19] nos acerca al deseo y a la(s) historia(s) que pueden abrirse a partir de la indeterminación, de la indecibilidad o incluso de la destinerrancia. “Por consiguiente –escribe Derrida-, creo que, lo mismo que la muerte, la indecibilidad, lo que denomino también la “destinerrancia”, la posibilidad que tiene un gesto de no llegar nunca a su destino, es la condición del movimiento del deseo que, de otro modo, moriría de antemano”[20]. El deseo es una mezcla de disfrute e insatisfacción que no puede ser resuelto en la forma de una “ausencia esencial”; acaso el abandono del sufrimiento diferente tenga que ver con la renuncia que hacemos de nosotros mismos y, por supuesto, con la dificultad de establecer el encuentro con el otro. Lyotard habló de la fórmula postmoderna, en el imaginario conflictivo, como un dejar la respuesta en suspenso, sin excluir que haya algo de otro, “algo de falta y algo de deseo”[21]. Sabemos que el cuerpo no es, necesariamente, una presencia, “es, cómo decirlo, una experiencia de contexto, de disociación, de dislocaciones”[22]. Con todo, el artista es el que siempre deja rastros, materiales que a veces componen algo semejante a una escena del crimen[23]; el rastro es lo que señala y no se borra, pero también lo que no está presente de una forma definitiva. Lo que permanece en la obra de Tomás Ochoa son las huellas de algo inquietante: de un dominio que agotó implacablemente no solo unas riquezas ajenas sino a unos sujetos que estaban anulados en todos los sentidos.
La sociedad del espectáculo ha empujado al arte e incluso a la crítica al terreno del bricolage, siendo el material con el que producir la “obra” una amalgama de souvenirs que señalan un patético final[24]. Asistimos tanto a una sobrecodificación cuanto a una especie de apoteosis del secreto subversivo, en otros términos, la rebeldía está colapsada tanto por la impotencia colectiva y personal cuanto por la tendencia al hermetismo, ese camuflaje que da cuenta, antes que nada, del miedo: la desobediencia termina por ser codificada subliminalmente[25]. Tal vez lo que tenga que hacer el arte es no dejar de hablar de lo que le falta, cuando ya se ha entregado a la orgía y al cansancio subsiguiente. Sin embargo, estamos acomodados en lo inhóspito lo que no supone, necesariamente, que hayamos aceptado la angustia. Lo enorme (Das Ungeheure) que nos atemoriza[26], esa “realidad” inquietante en la que Tomás Ochoa penetra, no puede disolverse en el aire como si finalmente no fuera nada. En vez de aceptar, acríticamente, un mundo atonal, este artista insiste en presentar testimonios alegóricos, rastros quemados, ruinas, figuras y rostros focalizados, historias que no habían sido contadas. En Mas allá del principio del placer, advierte Freud, que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real pero también como teatro de la muerte[27]. En la edad de la ruina de la memoria (cuando el vértigo catódico ha impuesto su hechizo) el tiempo está desmembrado, “de ese desmembramiento -escribe Trias en La memoria perdida de las cosas- surge la presencia de una reminiscencia”[28]. El arte sabe de la importancia de destacarse del tiempo, para buscar las correspondencias como un encuentro (memoria involuntaria) que detiene el acelerado discurrir de la realidad. Memoria y olvido, muerte y vida se interpenetran formando agujeros oníricos que tienen la “densidad abismal” del instante[29]. Tomás Ochoa genera un tiempo (arqueológico y explosivo) crítico en el que se adentra, con una honestidad enorme, en unas sombras que, en verdad, le corresponden y con las que se compromete.
Puede que en el principio no fuera ni el verbo ni la luz, sino, como sugiere María Zambrano, la sombra: “Y, sin embargo, en el principio era la sombra, pues creemos, tal vez sin darnos cuenta que la sombra es la tierra y la tierra es lo permanente, lo que nunca puede faltarnos, salvo en el espanto. La luz es siempre intermitente; somos iluminados por ella, más nunca logramos vivir en ella sin extrañarnos. Hasta el sol, que siempre sabemos sobre nuestra cabeza, puede mostrarse o no. La sombra, la opaca y firme, resistente, tierra, no nunca”[30]. Jung consideraba que los arquetipos que con mayor frecuencia e intensidad influyen sobre el yo son la sombra, el anima y el animus: “la figura más accesible a la experiencia es la sombra, cuya índole puede inferirse en gran medida de los contenidos del inconsciente personal”[31]. Si, por un lado, es expresión de lo negativo, también en esas obsesiones que recoge la sombra se encuentra una potencia, adquiere la forma de la emoción que no es una actividad sino un suceso que a uno le sobreviene. La sombra es, en esta clave, una proyección emocional que parece situada sin lugar a duda en el otro. El resultado de la proyección es un aislamiento del sujeto respecto del entorno, en cuanto se establece con este una relación no real sino ilusoria. Por medio de la sombra se encarna precisamente una realidad, un rostro desconocido, cuya esencial permanece inalcanzable. Acaso podamos contemplar las obras de Tomás Ochoa como pinturas de sombras (skiagraphia) que nos hablan de ausencia como en aquel mito del origen de esa forma del arte que narrara Plinio[32].
Al hablar de su serie de cuadros con pólvora Tomás Ochoa habla de una catarsis que tiene una contradicción fundamental: en términos psicoanalíticos tiene que ver con la mala experiencia y el deseo de quemar lo traumático para librarse de ello, pero resulta que, paradójicamente, la imagen persiste. Son imágenes pese a todo que punctualizan a sujetos de lo que “ellos no sabían los nombres”. El sometido estaba fuera del tiempo, era in-puntual, los sufrimientos que padecían no entraban en la retórica, esto es su tropología era la del “no ha lugar”. La estética metonímica y focalizadora[33] de Tomás Ochoa penetra con su etnografía crítica[34] en lo insignificante para intentar dar cuenta de lo pasado de una forma diferente a la dominante. Acaso el arte contemporáneo pueda ser algo más que el ornamento hiperbólico o la consigna patatera, generando preguntas críticas, ofreciendo otros puntos de vista. De nada serviría que fuera algo “maravilloso” o enigmático, pues todo lo que tiene esas características ingresa, rápidamente, en el olvido. Lo que necesitamos son operaciones metafóricas[35] intensas, tenemos que contar historias que generen sitio. A los ecuatorianos fotografiados ni siquiera se los tenía que saludar, eran una fuerza de trabajo invisible, desalmada. Y, sin embargo, lo residual retorna como un espectro[36]. La ceniza, una vez más, lo calcinado es la raíz de lo cantable: la memoria del fuego todavía puede quemar.
[1] Elias Canetti: La provincia del hombre. Carnet de notas 1942-1972, Ed. Taurus, 1982, p. 244.
[2] Cfr. Jean Baudrillard: “La simulación en el arte” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1998, p. 49.
[3] “Poner nuestra mirada al desnudo, ese es el efecto de la literalidad” (Roland Barthes: “Sade-Pasolini” en La Torre Eiffel. Textos sobre la imagen, Ed. Paidós, Barcelona, 2001, p. 113).
[4] Aludo, obviamente, al Tuché de lo fotográfico, según Barthes: “la fotografía remite siempre al corpus que necesito al cuerpo que veo, es el Particular absoluto, la Contingencia soberana, mate y elemental, el Tal (tal foto y no la Foto), en resumidas cuentas, la Tuché, la Ocasión, el Encuentro, lo Real en su expresión infatigable” (Roland Barthes: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 31).
[5] “Centro de la singularidad irremplazable y del referente único, el punctum irradia y, esto es lo más sorprendente, se presta a la metonimia. Y desde el momento en que se deja arrastrar al juego de las sustituciones, puede llegar a invadirlo todo, tanto objetos como afectos” (Jacques Derrida: “Las muertes de Roland Bartes” en Cada vez única, el fin del mundo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2005, p. 79).
[6] “La inminencia de la muerte se presenta, está siempre a punto, está siempre presente porque no se presenta y la muerte se mantiene entre la elocuencia metonímica del “estoy muerto” y el instante en que se presenta en el silencio absoluto, y ya no hay nada más que decir (un punto, eso es todo)” (Jacques Derrida: “Las muertes de Roland Barthes” en Cada vez única, el fin del mundo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2005, p. 86).
[7] “Teoría contrapuntística o desfile de estigmas: una herida se abre sin duda en el punto de su singularidad, en el instante mismo (estigma) de su punta. Pero en el lugar de este acontecimiento, se abre paso, por la misma herida, la substitución que se repite en ella, y que sólo conserva de la insustituible un deseo pasado” (Jacques Derrida: “Las muertes de Roland Barthes” en Cada vez única, el fin del mundo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2005, p. 87).
[8] “Lo siniestro en las vivencias se da cuando complejos infantiles reprimidos son reanimados por una impresión exterior, o cuando convicciones primitivas superadas parecen hallar una nueva configuración” (Sigmund Freud: “Lo siniestro” en E.T.A. Hoffmann: El hombre de Arena precedido de Lo siniestro por Sigmund Freud, Ed. José J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 1991, p. 33).
[9] Los mineros intentaban conseguir un poco de oro fijando pequeñas cantidades que estaban en la tierra o en el barrizal. Luego, si podían pasar los controles, desprendían ese “suplemento” en un lavado. E
[10] Douglas Crimp: “Imágenes” en Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Ed. Akal, Madrid, 2001, p. 186.
[11] “Describir [dépeindre] es [...] remitir de un código a otro y no de un lenguaje a un referente. Así, el realismo no consiste en copiar lo real sino en copiar una copia (pintada) [...] Por obra de una mimesis secundaria (el realismo) copia de lo ya está copiado” (Roland Barthes: S/Z, Ed. Siglo XXI, México, 1980, p. 46.
[12] Cuando hablo de proceso de subjetivación aludo a las teorías foucaultianas que también son decisivas en la estrategia de Tomás Ochoa al enfocar críticamente el problema de la apropiación visual del otro. “Afirmar que las videoinstalaciones de Ochoa están fuertemente emparentadas con los estudios sobre la subjetividad desarrollados por Michel Foucault es sin duda correcto. No obstante, también es cierto que el artista no se ha inclinado por traducir literalmente las teorías del historiador francés al lenguaje audovisual; en su lugar, Ochoa ha procedido más bien a impactarlas de lleno contra la supuesta imparcialidad de la imagen visual de carácter etnográfico” (Joaquín Barrientos: “Tomás Ochoa” en 100 Vídeo Artistas, Ed. Exit, Madrid, 2009, p. 314).
[13] Aludo al concepto de performatividad de John Austin: “Para él, el fuego era la imagen de la naturaleza efímera de los actos de habla: estos no constituyen un núcleo semántico, y a pesar de que pueden hacer mucho daño tampoco son una cosa, sino un acontecimiento temporalmente circunscrito; algo parecido al fuego que oscila entre la cosa y el acontecimiento” (Mieke Bal: Conceptos viajeros en la humanidades. Una guía de viaje, Ed. CendeaC, Murcia, 2009, p. 84).
[14] Walter Benjamín: “Sobre el concepto de Historia” en Obras. Libro I/ vol. 2, Ed. Abada, Madrid, 2008, p. 307.
[15] “El terrorismo no es simplemente un fenómeno político, es también un fenómeno artístico. Existe también en la publicidad, los medios de comunicación, los reality shows, la pornografía mediatizada. Lo único que debe hacerse es darle un puñetazo al otro para despertarlo. [...] El puñetazo es el principio de la comunicación: con el puñetazo, se gana proximidad cuando ya no se tienen palabras... En este momento el arte ha llegado a este punto” (Paul Virilio entrevistado por Catherine David: en Colisiones, Ed. Arteleku, San Sebastián, 1995, p. 50).
[16] Jacques Lacan: “La función del velo” en El Seminario 4. La Relación de Objeto, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 159.
[17] Cfr. Jacques Lacan: El sinthome. El Seminario 23, Ed. Paidós, Barcelona, 2006, p. 24. La libido participa del agujero, lo mismo que otras formas con la que se representan el cuerpo y lo real, algo que, según declara el mismo Lacan, intenta alcanzar la función del arte.
[18] Serge Gilbaut: Los espejismos de la imagen en los lindes del siglo XXI, Ed. Akal, Madrid, 2009, p. 31.
[19] “El “sujeto barrado” lacaniano no está “vacío” en el sentido de alguna “experiencia del vacío” psicológico-existencial, sino en el sentido de una dimensión de negatividad autorreferencial que elude a priori el dominio de lo vécu de la experiencia vivida” (Slavoj Zizek: El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política, Ed. Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 276).
[20] Jacques Derrida: ¡Palabra! Instantáneas filosóficas, Ed. Trotta, Madrid, 2001, p. 42.
[21] Jean-Francois Lyotard: “El imaginario postmoderno y la cuestión del otro en el pensamiento y la arquitectura” en Pensar-Componer/Construir-Habitar, Ed. Arteleku, San Sebastián, 1994, p. 38.
[22] Jacques Derrida: “Dispersión de voces” en No escribo sin luz artificial, Ed. Cuatro, Valladolid, 1999, p. 159.
[23] Cfr. Ralf Rugoff: “More than Metes the Eye” en Scene of the Crime, The MIT Press, Cambridge, Massachussets, 1997, p. 62. “Dejamos por todas partes huellas –virus, lapsus, gérmenes, catástrofes- signos de la imperfección que son como la firma en el corazón de un mundo artificial” (Jean Baudrillard: “La escritura automática del mundo” en La ilusión y la desilusión estéticas, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1997, p. 85).
[24] “Por primera vez, las artes de todas las civilizaciones y todas las épocas pueden ser conocidas y admitidas en conjunto. Es una “colección de souvenirs” de la historia del arte que, al hacerse posible, implica, también, el fin del mundo del arte. En esta época de museos, cuando ya no puede existir ninguna comunicación artística, pueden ser igualmente admitidos todos los momentos antiguos del arte, porque ninguno de los cuales padece ya la pérdida de sus condiciones de comunicación particulares en la actual pérdida general de las condiciones de comunicación” (Guy Debord: La sociedad del espectáculo, Ed. La Marca, Buenos Aires, 1995, fragmento 189).
[25] “¿Ha pasado el inconsciente, a lo inhibido del psicoanálisis? Si hoy sigue existiendo, tendrá necesariamente que acosar la realidad objetiva, acosar tanto la propia verdad como su perversión, su distorsión, su anomalía, su accidente. Si la ironía existe, tiene que haber pasado a las cosas. Tiene que haberse refugiado en la desobediencia de los comportamientos a la norma, en el desfallecimiento de los programas, en el desarreglo oculto, en la regla de juego oculta, en el silencio en el horizonte del sentido, en el secreto. Lo sublime ha pasado a lo subliminal” (Jean Baudrillard: El otro por sí mismo, Ed. Anagrama, Barcelona, 1988, pp. 46-47).
[26] “En su ensayo sobre lo sagrado, Rudolf Otto hace de lo enorme una de las categorías de lo nouménico. “En su sentido fundamental”, dice, “significa lo espantoso, lo siniestro de lo nouménico”. Sitúa como cabecera del libro la noción misma de enorme, tal como Fausto la utiliza: “el estremecimiento es la mejor parte de la humanidad. Por muy caro que el mundo le haga pagar el sentimiento en medio de su emoción es cuando el hombre siente profundamente su inmensidad”. El temblor ante lo enorme –das Ungeheure- es en realidad el miedo ante lo que no se deja circunscribir con palabras, que se escapa a la comprensión y a la medida. Así lo enorme no es sólo lo que escapa al nomos, es el deinos griego, un terror que deja mudo. Ese arrancamiento de la voz, que impide designar las cosas, que lleva los espectáculos del mundo a un monstruoso inefable, es análogo, en el orden de la oralidad, a lo que en el orden de la visibilidad deja sin rostro al preso, lo priva del cara a cara mediante el que el hombre señala su presencia frente a los demás” (Jean Clair: La barbarie ordinaria. Music en Dachau, Ed. La Balsa de la Medusa, Madrid, 2007, p. 75). Cfr. Rudolf Otto: Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Ed. Alianza, Madrid, 1980, p. 20.
[27] “La fotografía es indialéctica: la Fotografía es un teatro desnaturalizado en el que la muerte no puede “contemplarse a si misma”, pensarse e interiorizarse; o todavía más: el teatro muerto de la Muerte, la prescripción de lo Trágico; la Fotografía excluye toda purificación, toda catarsis” (Roland Barthes: La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 157). “Lo que las fotografías intentas prohibir mediante su mera acumulación es el recuerdo de la muerte, que es parte de integrante de cada imagen de la memoria” (Benjamin H.D. Buchloh: “El Atlas de Gerhard Richter: el archivo anómico” en Fotografía y pintura en la obra de Gerhard Richter, Ed. MACBA, Barcelona, 1999, p. 147).
[28] Eugenio Trías: La memoria perdida de las cosas, Ed. Mondadori, Madrid, 1988, p. 120.
[29] “El in-stante obstaculiza el normal correr, dis-currir, trans-currir, desordena la serie, la agujerea. Es como si la densidad del tiempo en ese instante alcanzase una concentración capaz de impedir el avanzar del tiempo mismo, como si detuviese el tiempo” (Massimo Cacciari: Íconos de la Ley, Ed. La Cebra, Buenos Aires, 2009, p. 227).
[30] María Zambrano: “De una correspondencia” en Las palabras del regreso, Ed. Cátedra, Madrid, 2009, p. 311.
[31] Carl G. Jung: Aion. Contribución a los simbolismos del si-mismo, Ed. Paidós, Barcelona, 1989, p. 22.
[32] Recordemos aquella consideración de Plinio sobre la pintura como un arte de circunscribir “con líneas el contorno de la sombra de un hombre” (Plinio: Historia natural, Libro 35, 15-16, recogido en Textos de Historia del Arte, Ed. La Balsa de la Medusa, Madrid, 1987, p. 78). “El resultado visible en el mural de su [Vasari] casa en Florencia es una mancha más o menos informe y sin semejanza. En la fábula pliniana, captar la semejanza mediante el silueteado de la sombra era posible porque el modelo y el artista eran dos personas distintas. La imagen/sombra era la semejanza del otro (y no de sí mismo) y ésta se manifestaba exclusivamente de perfil” (Victor I. Stoichita: Breve historia de la sombra, Ed. Siruela, Madrid, 1999, p. 44).
[33] “Y sin embargo, la metonimia no es un error o una mentira, no se refiere a lo falso. Y literalmente tal vez no haya ningún punctum. Cosa que hace que cualquier enunciación sea posible, pero no reduce nada el sufrimiento; se trata incluso de una fuente, la fuente del sufrimiento, in-puntual, ilimitable” (Jacques Derrida: “Las muertes de Roland Barthes” en Cada vez única, el fin del mundo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2005, p. 85).
[34] “El trabajo en vídeo del artista ecuatoriano Tomás Ochoa resume muy bien su ideal de avanzar hacia la articulación de una nueva etnografía crítica de los distintos regímenes visuales del mundo occidental. Tomando como punto de partida las retroalimentaciones culturales y las interdependencias económicas de la geografía transatlántica, sus trabajos nos previenen de la tentación de convertir la transculturalidad en un discurso vacío. Recontextualizando documentos y devorando imágenes de archivo relacionadas con la expansión de Europa hacia el nuevo mundo, sus vídeos ponen a la vista las diferentes formas de disciplinas de la mirada surgidas de la mano de la modernidad” (Joaquín Barrientos: “Tomás Ochoa” en 100 Vídeo Artistas, Ed. Exit, Madrid, 2009, p. 314).
[35] “Las operaciones metafóricas pueden ser leídas como alusiones a lo que no se deja atrapar pro conceptos unívocos, a lo que vivimos, y está en tensión con lo que podríamos vivir, entre lo estructurado y lo desestructurante” (Nestor García Canclini: La globalización imaginada, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1999, p. 58).
[36] “Lo que la fotografía capta es el componente residual que la historia ha despedido. […] Sólo en lugares donde se ha cometido una mala acción deambulan las apariciones espectrales. La fotografía se convierte en fantasma porque la muñeca del vestido estuvo viva. […] Esa mala vinculación que perdura en la fotografía suscita escalofríos” (Siegfried Kracauer: “La fotografía” en Estética sin territorio, Ed. Arquilectura, Murcia, 2006, pp. 286-288).
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